martes, marzo 10, 2009

«Colegio Miguel Ángel»

CARTA DE UN
EX-ALUMNO




¡Qué no, que ellas no eran malas, que el equivocado era yo, que mi visión sobrepasaba los límites de mi propia razón! Que sólo veía aquello que mis ojos querían ver y después: ya nada. Nada más para entender, comprender. Pero debo serle justo a la historia y a la verdad que me está calcinando el pecho, adentro, el corazón. Sólo a una de ellas la conocí tal cual era: Tan buena, tan sincera, tan amorosa, tan comprensiva y defensora. Así, sencilla, sin rasgos de necia, sin miradas escrutadoras, sin aprensiones, sin agresiones en los gestos, sin mandatos obligados. Ella debió ser el estándar mismo de la bondad sobre la Tierra. Pero ¡Ay! Se nos murió. Se les murió. Y su sepulcro ha quedado olvidado para siempre en el Norte del país. En mi segundo año de preprimaria, la noble, la tierna, me enseñó a leer, me enseñó a escribir así, como ahora lo hago en mi letra de molde para después en todos mis años que he pasado, transcribirlo en el ordenador de las palabras.

¡Mentiroso! ¡No te creo!; Sí, sí, sí ella me lo enseñó, no tengo porque mentir. Ahora, ninguna de ellas es siquiera el rastro de lo que fue ella, la santa señora, la santa señorita, la dama elegante de piel tersa. Pero cuando la conocí ella ya era vieja. Su piel debió ser como se las describo, no pudo ser de otra manera. La piel es suave y delicada en las personas que son buenas, ahora ya nadie lo es y menos ellas.

Ellas: Las bestias, las maldosas, las envidiosas, las traidoras, las simoníacas, las brujas, las putas, las gatas, las socarronas, las egoístas, las santurronas, las del golpe de pecho atorado en la testa; las que disfrutan del encierro porque afuera nada les queda, nadie las quiere, todos las detestan. Y ahora más que me propongo contar su historia. Su historia nefasta, su historia matricida, genocida de sueños, de ilusiones. Ellas: Las obtusas, las criminales, las ambiciosas, las lambisconas; las agridulces, las hipócritas, las insidiosas, las intrigosas, viles, zarrapastrosas. Ellas, las del convento, las del rosario eterno: Las monjas. Las hermanitas de la caridad sin hacerla al prójimo necesitado. Las bellacas, las verracas.

Que cómo, que por qué me atrevo a insultarlas, a levantar en vilo falsedades, a criticarlas; sépanlo bien que nada se puede criticar tan correctamente como aquel que ha padecido lo que es y viene siendo objeto de critica. Doce años que siento como treinta en mi pasado, doce años que viví bajo el yugo oxidado dizque de su manto sagrado. Doce años de mi vida obteniendo la educación que me serviría para lo que restaba de mi futuro y heme aquí: niño-hombre-viejo escribiendo con las letras del resentimiento y del rencor. He aquí lo que ellas hicieron de mí.

Para qué, para qué mantener más esta careta que día con día pesa más. Que lo sepan las nuevas generaciones que hay un lugar -¡vaya qué lo hay!- donde el odio converge con la tristeza, y allí, indisociables son. Si lo sabré yo que ahí aprendí lo que es dolor y rencor. Éste que ahora escribe no es otro más que el resentimiento en su naturaleza extranjera de Irlanda: Rencor hasta la muerte y sólo la muerte puede curar está enfermedad, pero no la muerte propia, no, señor, la ajena, la de ellas. Quisiera tener a palmo tan solo a una, una sola y que me la dejaran solita, solitita. Y a ver qué se atrevería a hacerme, la muy estúpida. Rezar, qué más, rezar y pedir, que es lo único que dicen para lo que nacieron, que es lo único de lo que se sienten orgullosas.

Ellas que lo llaman caridad o limosna, yo que lo llamo robo, atraco, sinvergüenzas.
Ellas que predican la humildad. Yo que las he visto ataviadas con alhajas de oro, de plata, de rubíes, de esmeraldas, con carro del año y sirvientes a cada lado.

Porque ellas de tan puras no pueden tener exceso de trabajo, suficiente hacen con educar a la riqueza. Sí, porque para ellas los pobres no existen, son un despojo, son los sin alma, los que no entienden de palabras más que a golpes y a pura jornada forzada. Y a fuerza de costumbre me los estafan, me les sacan todo el dinero de las bolsas: “Es para las misiones, es para enviarlo a África donde millones mueren”. Pero no, ese dinero no se va a África, no alcanza para enviarlo, son apenas unos míseros pesos que al papa no pondrán nada contento. No, mejor lo dejamos, acá, en nuestras arcas, para comprar la poca comida que nos va cayendo al estómago, horneada por los mejores chefs del municipio, de la ciudad, de este ignaro pueblo.

Yo bien que lo sé, nadie me puede desmentir, lo supe desde mi tercer año de primaria, donde las niñitas, niñitos imbéciles salían en la escolta y a mi me deparaban apenas un sitio en las aulas. Era un fantasma, salí sin que nadie me conociera, salí sin conocer a nadie. Ni al que vive en la casa roja ni la que habita cerca de la panadería antes famosa. A nadie observo, a nadie recuerdo. Nadie sabe que yo ahí estudie porque era tan insignificante para que me pudieran ver. ¡Ay, Martina! ¡Martinita! Cómo no estás viva para decirle a estos pendejos que yo sí existí, que sigo existiendo, que soy quizá más inteligente que todo este maldito pueblo, ¿verdad que sí, Martina, Martinita? Pero no, te tenías que morir como lo haré yo, como lo haremos todos.


Me dijeron que fumaste tanto que de tanto en la garganta te nació el cáncer, el cáncer maldito que de mi lado te aparto para llevarte allá, a la eternidad con Dios. Probablemente allá estés, al lado del Señor esperando que yo llegue, esperando por mi compañía, ¿verdad que sí, ternurita? ¡No! La verdad es que miento, aunque a ironía suene. La única realidad es que he seguido tus pasos en el feo vicio del cigarro. Algunos dicen que la maña se adquiere por sentir algo en las manos. Mi verdad, es que me estoy preparando para mi estancia en el infierno, en los infiernos. ¡Que de humo se llene mi alma, que de humo se vea nublada por como se verá en aquella eternidad que veo lejana! ¡Ay, Martina, madre, Martinita!

Después llegaba el cuarto año de primaria y en ésta, la señorita, la ‘miss’ –venía del norte, no se le puede culpar por su protagonismo extranjero-; Miss Ángeles ella se llamaba. ¡Ad hoc! Acá tenemos una santa, la nueva beata, la comadreja de iglesia a la que pondremos las veladoras para pedir el milagrito. Y milagritos nunca hubo. Dice que se enamoró de mi inocencia, de mi ingenuidad. Y le creo. ¡Verdad de Dios que ahora me observa! Que le creo. Tan así, que para el festejo de las Naciones Unidas –su fiesta preferida- me dijo que si quería asistir debía pagar mis diez pesos. Y yo que no, que no podía dárselos porque dinero no tengo, no me dieron. Entonces ¡no, no, no! No puedes comer a expensas de la generosidad de tus compañeros. Y ellos que sí, que sí tenían harto corazón para dar unas cuantas sobras para ese extraño del salón. A la casa me obligo a ir. Mi abuela, incrédula me increpaba: ¿Por qué tan temprano de la escuela? Yo le contestaba que no, que no era porque las clases hubiesen terminado por ese día, ¡abuela, abuelita! –Con lágrimas en mis mejillas- me obligaron a venir por diez pesos para poder asistir al festejo de las Naciones Unidas.

La abuela, con esa claridad añeja de palabra pregunta que qué eran las Naciones Unidas. ¡Ay, abuela, abuelita! Es por lo que mestizos, indios, gente pura puede vivir hoy unida sin matarse, sin discriminarse, sin odiarse. Y hoy descubro con sorpresa que desde ese año que ahora rememoro nada ha cambiado: No hay unión; siguen los asesinatos, las masacres; sigue el odio sin odiarse.

Huelga decir que me dio esos diez pesos y yo regresaba con Miss Ángeles, con la bruja, con la trapera que después, en secundaria hiciera que pagara un tablero de basquet ball del auditorio del colegio por haber roto sólo una tabla de éste. ¡Qué fervor para hacer justicia!

Nada me perdonaron. Nada, ni un solo peso. Ni un centavo. Que mire, hermana, madre, ya no tenemos dinero para pagar la cena de graduación de secundaria de nuestro hijo. Que háganos el favor, que en pagos, paguitos para tan difícil situación. Y la monja, la subdirectora en aquel entonces: No, que no se puede. No es por política escolar sino del lugar que se va a alquilar. Después, me enteraba que pedían el doble. Al final, mis padres lograron convencer a la indulgente monja, madre, subdirectora. Nuestro lugar reservado fue a un lado del baño de aquel hotel que está en la cima, en el cerro, tan aislado tan ayer tan ahora de mis posibilidades de pago.

Yo quiero quemar esa escuela. Quemarla y hacerla después museo. Sí, un museo como ahora se muestran aquellas cámaras de tortura Nazis, o sin ir más lejos y no salir de tema, como las salas de tortura de la Santa Inquisición.
Eso, al fin y al cabo, ellas son. Inquisidoras, detractoras de la felicidad infantil. Ver reír a un niño les significa pecado. Ver la felicidad en el humano les da grima, escarnio. Les provoca comezón en las entrañas, les destroza su almita seria y educada.

El egocentrismo de la felicidad. Aquel que en su juventud mal sana les robó Dios haciéndolas esposas y al momento de consagrarse, viudas. Yo opino que se deben quemar esas escuelas, enviarlas al mismo infierno del que se escaparon en contra de la voluntad de Satanás. Mi amigo, mi confidente. Él querría eso. Eso y más. Yo lo sé, me lo ha dicho en sueños. Pero cómo, cómo quitarles a esa niñez pudiente la única razón por la que se sienten superiores. Se los dice este extraño que se codeo con la crueldad humana que produce el dinero. Sólo eso.


Ex-Alumno.

1 comentario:

arsoivan dijo...

Impresionante... me encanto karla...mil besos!