martes, junio 03, 2008

« Introducción A Un Sueño Enfermo »

“….Él estaba ahí, en algún lugar de la casa,
de alguna manera escuchaba sus pasos,
se estaba acercando y yo, palidecí de miedo.”




Por las hojas secas, señal inequívoca del otoño, me di cuenta que la historia comenzaría de cierta forma melancólica. Las personas, afrodisíacas, preparaban su guardarropa para esperar el invierno y todas las fiestas que bien las instituciones católicas han sabido aplicar para la época. Se supone que todo el mes era una extensión para la felicidad y para estar unos con otros en efímera paz. Yo no juzgo, si por mis palabras parece que lo hiciera. Más si de juzgar se trata, preferiría guardarme comentarios que pudiesen ofender la sensibilidad de aquellos creyentes.

Hace tiempo, quizá en verano, leí la obra de un escritor colombiano y denotaba en sus palabras todo el resentimiento acumulado hacia la sociedad de su país. Ahora, caigo en cuenta, que el mío, mi país, se esta volviendo igual o mucho peor. No somos más felices, a pesar de la “excelsa democracia” con la que se engaña gran parte de la gente, no estamos más en paz, y se ve en los noticiarios que solo muestran una pequeña parte de cómo unos con otros, nos estamos matando.

Es “la ley de la supervivencia” me relataba un amigo “unos tienen que morir para que otros sigan viviendo y unos más, vengan al mundo”; ojala que se quedara todo en un constante feto. Ahí si que se es feliz, ahí si que se encuentra la verdadera paz.
Porque es precisamente en ese lugar, donde habita el olvido y el recuerdo no existe, al menos yo, no me acuerdo haber derramado alguna lágrima, no recuerdo haber sentido dolor por la perdida de un ser amado o el rechazo de la persona a quien se entrega, inocentemente, todo el corazón.
Apenas es una pequeña válvula –me refiero al corazón-, un músculo incesante que sólo tiene la osadía de prepáranos para lo que vendrá. Y créanme cuando digo, que aquí, afuera, el ambiente no es nada esperanzador.

Cierta amiga solía reprocharme: “Deberías escribir sobre las cosas buenas de la vida, sobre la miel que se respira de una pareja de enamorados, de lo bueno de la gente, de lo dulce que sentimos a veces”. Sí, debería… Pero intuyo que usted, amable lector, todas esas cosas ya las sabe. O al menos, en base a experiencia, le han hecho disfrutar de esos pequeños instantes… La felicidad que nunca puede ser eterna. Y si lo fuera, ya sabríamos bien, que nos empeñaríamos en hacerla mortal, como nosotros mismos.
Como la buena definición de Dios, que día tras día nos empeñamos en volverlo refrán: “Los hombres creando a Dios a su imagen y semejanza”. Lo mismo pasa con la felicidad, es un espejo en el que reflejamos nuestras ilusiones, y con el pasar de los años, no nos gusta como va envejeciendo. Terminamos por desmoronar ese rostro para convertirlo en algo inerte, atrayendo la desdicha y la angustia en la que muchos vivimos.

No son estas palabras las que intentan describir la mediocridad, en la que muchas veces vivimos. No, porque sé, amable lector, que también le ha experimentado: Cuando lo corren del trabajo, cuando su novia le ha abandonado, cuando su esposa ha sido encontrada en la cama fornicando con su mejor amigo, o peor, se da cuenta que todo esté tiempo de vivir juntos, era lesbiana y usted, abre los ojos y descubre que era homosexual.
Pero nunca se sinceró con sus sentimientos y deseos, nunca se quito la máscara ante los demás por no ser señalado y juzgado. Pero, recuerde, estás palabras no se tratan de juzgar. Sino, más bien, de crear la conciencia que rompemos con las manos de la resignación y el poco valor.
Estaba hablando de la mediocridad, y una cosa tiene que ver claramente con otra no menos importante, me refiero a la razón. La única virtud que los hombres poseen: Razonar.
Pero… ¿Cómo sabemos que un perro no puede hacerlo?, ¿Qué nos hace estar tan seguros que esos animales no son los cuerdos y nosotros los locos?; que nuestras casas, nuestros patios y jardines no son más que instituciones mentales donde “alguien” movido por la misericordia nos puso en resguardo de lo que pudiera haber después. Sí, seguramente estamos locos y nuestra misma enfermedad no nos permite ver más allá.
Imagino la risa que les provoca a esos perros callejeros vernos perdidos y sufriendo.
Lo mejor sería no pensar y no matarnos con tanto remordimiento. Ya lo han dicho grandes pensadores a través de la historia: “Aquel que vive con culpas, vive en completo desperdicio”.

¿Qué nos obliga a seguir viviendo en la locura y pensar que seguimos teniendo razón?
¿Qué tipo de conducta nos hace vernos superiores a cualquier otra de las razas de animales?; ellos, de alguna forma que no alcanzo a comprender, son felices… Hasta que la mano del hombre los toca y, los contagia con toda está enfermedad que nos satura.
Es decreto de la naturaleza que compartamos todo aquello que nos aqueja y va matando.
Lo peor de todo esto, es que lo estamos logrando.

Mi país no se ha hecho más democrático, por el contrario.
El mundo en sí, no va mejorando…Por el contrario, todo se está yendo a una bolsa negra inmensa. Tan solo queda esperar, esperar a que esa mano antes misericordiosa suba el cierre de la bolsa y en otra prueba de piedad, acabe con tanto sufrimiento y maldad.
Al parecer, yo no voy a ser testigo de ese día.

Es un recuerdo que los fetos en un futuro, soñarán.
Mi desgracia es no poder estar presente para leer esas memorias y esas letras que describan el final.

Las hojas van cayendo al unísono en que los restos del planeta se van pudriendo. Los árboles ya pintan canas y en cada estación de los años, van tiñendo su pelo. No creo que puedan resistirlo más… ¿Cuánto tiempo pasara en que sus fuerzas por fin los abandonen?, esperen… Quizá no tengan que aguardar mucho tiempo, quizá sea la misma mano del hombre el que ponga fin a sus ancianos deseos.
Usted, lector, comprenderá entonces, que todo era cierto, que el hombre es solo una herramienta que termina afectando todo lo que toca.

Sin embargo, sé que no soy una persona confiable y entiendo, que he de ser menos, al momento en que relate que todas estás letras vienen del puño de una mujer.
¿Cómo confiar en la intuición femenina?, ¿Cómo se atreve una fémina a criticar la misma naturaleza de la que todos estamos hechos?
La mente femenina no es más que un cúmulo de sabiduría que se haya reprimida, oprimida por esas manos que afectan todo el Universo… El hombre.

Más no pretendo y nunca ha sido intención, que este libro sea pintado con ideales feministas. Sólo pongo en antecedentes y “a buen juicio” de quien quiera continuar o abandonar está lectura.

Sí su intención ha sido proseguir, dejando a un lado los prejuicios, quiero invitarlo a leer un relato que posiblemente sea descarado e irreverente. No soy una experta en el arte de la gramática, mis palabras por momentos me delatan y descubrirá que muchos errores son cometidos de párrafo en párrafo. Sin embargo, agradezco su comprensión y buenos deseos para con está cuenta cuentos.


Para aquéllos que decidieron abandonar antes de tiempo mis palabras, los entiendo. Tal vez, su capacidad de razonar vaya mucho más adelantada a todo esto que siento y describo. Sé, que para esta línea ya habrán decidido cerrar el libro y dejarlo en una esquina, sentenciando que una obra así, no es buena y que hay muchos mejores escritores que tengan la mejor forma de precisar las incoherencias que dominan el Planeta.
Yo solo muestro, el otro lado de la moneda.

La moneda de los errores y equivocaciones que en cada paso se van cometiendo.
Pero también entiendo, sabio lector, que su intención tampoco ha sido de juzgar, pues no ha podido seguir al paso por creerse más adelantado.

Yo misma podría describirme de millones maneras.
Cómo una esquizofrenica que siente la sombra de sí misma; como una loca que entendió que su razón se ha vuelto inservible y prefirió el caos de ser una mujer expuesta por sus ideas disparatadas. Pero creo que como yo, habrá muchas más que sienten la soledad, que viene reflejada por sus ansías de búsqueda.

Así pues, está pequeña parte del camino ha sido a manera de introducción y advertencia para el sueño enfermo que vendrá.



Escrito por:
Karla Nerea Valencia
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