El detective duerme y a la mañana siguiente no habrá poder humano que lo despierte.
Se ha reunido con la muerte.
«Ahora son cuatro…»
La epidemia de resentimiento se va curando de poco en poco, de pocos en pocos.
Se ha reunido con la muerte.
«Ahora son cuatro…»
La epidemia de resentimiento se va curando de poco en poco, de pocos en pocos.
DISTORSIONADA FATALIDAD
El hombre rodaba por las escaleras. La mujer quieta con una expresión inmutable, tranquila observaba desde lo alto la obra que había plasmado allá abajo, en el suelo: un hombre con la cabeza partida por la mitad y unas tijeras enterradas en el pecho de éste.
Esa imagen por fin completada tal como la había pensado hace días le otorgo en el alma un arrullo de satisfacción y soltó una leve carcajada que apenas se escuchaba para sus adentros. Miró el reloj que marcaba la hora exacta de una perfecta conclusión al horror, al trauma que venía cargando en su interior. Tomó su abrigo colgado del perchero de la puerta principal de la casa, lo abotonó con calma y salió dejando tras de sí saldada la deuda que la atormentaba. Por fin era libre, por fin podría dormir por la noche sin cadenas que sujetaran su espíritu, aunque en éste existiera una grieta que muy difícilmente podría ser cubierta.
Los diarios de la mañana que siguió a la tragedia daban rienda suelta a las especulaciones; la policía investigaba con interés desmedido a los vecinos de aquella pequeña casa blanca donde un hombre «había sido terriblemente torturado», pero nadie supo dar ningún detalle claro que ventilara a algún sospechoso. Los reportes indicaban que el hombre era una persona tranquila, vivía bien con la pequeña pensión obtenida de su jubilación como profesor de escuela secundaria, de humor inmejorable, excéntrico en su atuendo, serio cuando debía serlo y muy apuesto. Una anciana había descrito al hombre como: “la persona más amable que hubiese conocido –recordaba mientras le guiñaba el ojo al detective en turno-, y mire que con los años que he vivido eso ya es decir mucho”, la coquetería se le notaba a la anciana por lo que el detective no hizo más que agradecerle con apenas una mediana sonrisa. Era todo: Soltero, sin hijos (conocidos), ninguna novia, amante de la naturaleza y coleccionista de vinos. «Una afición rara para los pocos ingresos que el finado tenía», comentaba un policía al salir de la sala de juntas donde todos los detectives y policías encargados se reunían para debatir y recabar hasta el menor detalle que surgiera. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: “El asesinato era todo un enigma que escapaba de sus manos y de muy complicada solución”. En toda la historia de la ciudad jamás se había cometido un caso tan impreciso y misterioso como el que ahora se investigaba.
Y es que la interrogante seguía flotando en el aire: Quién deseaba la muerte de un «humilde profesor de secundaria»; su expediente era poco menos que impecable, la relación con sus colegas de la antigua secundaria donde impartió clases más de treinta y cinco años de su vida era excelente y no había más que buenas descripciones de éstos hacia el ahora finado. Nadie podía explicarse los motivos que orillaron al «asesino» (porque seguramente ese terrible crimen era obra de un hombre) a cometer semejante acción.
La oleada de precauciones se iba expandiendo por toda la ciudad; ahora nadie estaba exento de caer en manos criminales ni de ser el blanco de torturas inimaginables. Así pues, la tranquilidad de esa pequeña ciudad lejana de un país que nadie desea recordar se vio sumergida en el sospechosismo de unos con otros. Cualquier mirada denotaba la maldad andante, cualquier comentario fuera de lugar era tomado como «el producto de una mente maquiavélica que pudo haber sido la que arrastro a cometer el agravio contra el profesor». La víctima fue apodada parcamente de esa forma: “El profesor”. No hacían falta más detalles ni nombres ni fechas. La casa pequeña y blanca se iba convirtiendo en leyenda y la leyenda en terror. Se podría decir que el objetivo del victimario fue cumplido: Sembrar la desconfianza y pánico en aquella población.
¡Qué un hombre lo mató!... La policía no sabe dar más detalles de la complicada averiguación que dio inicio el día después del fatídico crimen. Se piensa que pudo ocurrir entre las nueve y once de la noche. Aunque nadie puede asegurar que el velo nocturno allá sido cómplice de semejante tragedia. Así pues, los vecinos no han arrojado nuevas pistas que corroboren lo que hasta ahora son meras suposiciones e hipótesis. Todas ellas sin sustento aparente.
Se leía en el periódico que la anciana coqueta iba leyendo en voz alta para que su nieta le escuchara mientras ésta desayunaba. La joven permanecía quieta, apenas dando unas débiles señales de atención y continuaba absorta en la tarea de acercar la cuchara a la boca repleta del cereal de chispas de chocolate. Con un asentimiento de cabeza dio las gracias a su abuela y se marchó rumbo a su habitación, ubicada en la segunda planta de una enorme casa que más bien parecía mansión. El amplio jardín se veía dibujado a través de los ventanales de la recamara de la joven, una pileta donde unos pajaritos llenaban los picos con el agua que asentada allí estaba, quedaba como guardia central del inmenso césped recién podado. A ella le gustaba aquella sensación de renovación, abrió los ventanales, se apoyo del respaldo de éstos y exhalo una larga bocanada de aire fresco. Los árboles frutales eran arrullados por una brisa veraniega, así como ella ahora era arrullada por la tranquilidad de sus pensamientos. Por muy desdichada que ella fuera encerrada en esa casa con la abuela, ese día había amanecido curiosamente feliz.
«Uno menos» susurró al viento. Y sólo ella se entendió.
Los días que le siguieron al asesinato de El Profesor no fueron más tranquilos de lo que se esperaba. Las ocho de la noche fue impuesta como la hora necesaria para no salir de casa ni para andar deambulando por ahí. La policía tomando precauciones, cosa que muy rara ocasión hacía. Cualquiera que se descubriera rondando las calles después del toque de queda sería remitido a la delegación de policía para un riguroso interrogatorio. La desconfianza era el núcleo principal de la ciudad.
Dos mujeres jóvenes recorrían el laberinto del mercado local haciendo las compras de rutina para llenar la despensa; se les miraba sonrientes y desenvueltas en sus decisiones para comprar la mejor fruta o los vegetales más frescos. Pasaban los minutos y unos ojos inyectados por un rojo sangre les iban siguiendo por donde quiera que ellas se dirigieran. Salieron pues del mercado y esa silueta envuelta en un vestido púrpura iba tras sus pasos. Llegaron a un extremo apartado de la calle principal y la que hacía de su sombra les habló, aquellas volteaban consternadas por lo que habían parecido oír segundos antes: sus nombres en un distante cuchicheo.
La sombra púrpura levantó la mano empuñando unas tijeras y éstas fueron clavadas en el punto medio de los ojos de una de las chicas. Sus ojos se apagaron en un grito que nadie escuchó, su cuerpo caía ligeramente en la oscura callejuela mientras su compañera quedaba quieta, inmóvil sin saber qué hacer. Las piernas no le respondían, su boca estaba seca y era incapaz de articular palabra o un grito siquiera. Su mirada se entorpeció, aguzando más la vista parecía describir una interrogante: ¿Tú? Pero no alcanzó a pensar nada más, en ese momento por segunda ocasión se alzaba la mano de la sombra púrpura con otras tijeras y se las enterró en el corazón de aquella mujer inmóvil. Lo que sucedió después fue un acto indescriptible.
Se supo por las noticias transmitidas por la televisión que dos jóvenes mujeres habían sido asesinadas en una callejuela a las afueras de la ciudad. Que habían sido despojadas de sus ropas y desde el cuello hasta su sexo abiertas por la mitad con una perfección tal, que ahora se sospecha de todo cirujano en la ciudad. Una de ellas tenía enterradas unas tijeras entre ceja y ceja. La segunda solamente percibía una llaga en lo que había sido el punto donde se encontraba su corazón. Un corazón que no había sido encontrado por ninguno de los peritos que llegaron de inmediato al lugar. Nuevamente no hay pistas que puedan ayudar a encontrar al que perpetró el crimen. La periodista se despedía con un: «Se le advierte a toda la comunidad a tomar las precauciones pertinentes».
-¿Precauciones pertinentes? ¿Qué precauciones pertinentes son las que se ocupan en casos como éste? – gritaba enfurecida una anciana que giraba con fuerza la perilla del televisor blanco y negro, para apagarlo. Nuevamente la joven nieta permanecía quieta a su lado apenas prestándole atención.
- ¿A ti parece no preocuparte? – Le espetaba la abuela.
- ¿Y yo qué podría hacer? – Respondía la nieta con indiferencia.
¿Y yo qué podría hacer?... ¡Exactamente! Nadie puede hacer nada, nadie puede parar la marea que ha subido hasta tope clamando venganza. El vestido púrpura descansaba en una butaca cercana a la cama de una mujer alta y de complexión delgada. La recamara permanecía oscura pero el vestido brillaba y brillaba por las manchas de sangre que habían brotado en él. La tonalidad de esa imagen se iba convirtiendo en risas para la mujer. Estaba desnuda y sentada en el extremo central de la cama. Las piernas cruzadas y un cigarrillo en la mano izquierda. Fumar llevándose el cigarrillo con la mano derecha es una vulgaridad y las más estrictas normas de buena educación deben ser respetadas incluso en la más extrema soledad. El humo divagaba envolviéndolo todo en una espesa aura de misticismo y la mujer se vio trepando a empellones una de las bardas que rodeaba la sucia callejuela. El vestido púrpura apenas y le dejaba un poco de movilidad que ella trataba de aprovechar al máximo. Corrió por las avenidas que se alzaban entre casa y casa, entre terraza y terraza…y desapareció. Sin dejar el menor rastro, el menor indicio que su cuerpo había estado en aquel lugar manchado por la muerte.
«Dos menos» profirió en su última aspirada al cigarro.
¡Qué extraña conexión!... Dos corazones diferentes palpitando en diferentes lugares y un ojo que nadie había descubierto como extraviado en uno de los cuerpos de las doncellas muertas ¿Qué podía tener eso en común para alguien?
En un frasco de sustancia disoluble (muy probablemente NaCl) se encontraba resguardado un corazón maldito y debajo del frasco, reposando una hoja doblada por la mitad que encerraba unos mechones de un fino cabello rubio.
Dos corazones palpitantes que latían en direcciones semejantes, para al final encontrarse y el día que lo hicieran serían un solo instinto, un solo sentimiento de vengarse por todo lo dicho y por todas las amarguras que les había ofrecido el destino. Cualquiera que pudiese leer las mentes observaría que el resentimiento es un sentimiento estúpido e inútil. Nadie puede mandar sobre lo que nos hace cambiar la vereda de nuestra cordura o una razón que debe profesarse en la más extrema raya de lo correcto. ¡Qué correcto puede haber en el mundo cuando nadie puede definir la palabra corrección!
Y un ojo encerrado en un pequeño frasco (que muy probablemente contuvo en un pasado pimienta) descansaba un ojo enorme de color azul. Miraba atento la habitación de una mujer ciega o mejor dicho, cegada por el odio. La mujer posaba desnuda ante unos nítidos rayos de sol que se filtraban a través de una enorme puerta de vidrio que daba acceso al balcón y como vista principal una calle que toda la gente del pueblo olvido transitar. Se decía que aquella calle estaba hechizada; que almas sin descanso vagaban y cualquiera que se atreviera a caminar por ese lugar quedaba poseso por alguna de ellas. Así que nadie se atrevía siquiera a inmiscuirse en un terreno donde nadie más quería habitar, por lo tanto, nadie notó que en aquella extraña casa roída por los años vivía una mujer que la había adoptado como su hogar.
El ojo miraba más allá: Miraba cicatrices difíciles de sanar que se transparentaban en un llorar y llorar insaciable, por momentos de incansable paz. Miraba pensamientos obscenos, pensamientos de lujuria con atmósferas de bar.
La mujer volvía a fumar y el ojo cegado quedaba. Tan cegado como la mujer que lo había arrancado de su hábitat natural: el de la chica que asesinada quedaba en la solitaria callejuela a las afueras de la ciudad.
La policía, como era de esperar, no tardo en darse cuenta de la ausencia del ojo en aquella chica cruelmente mutilada. «La conclusión a la autopsia de este día es: El cuerpo de una mujer de aproximadamente treinta años: presenta golpes en el rostro y contusiones en determinadas partes del cuerpo (piernas, abdomen y brazos). En la mitad del cuerpo presenta una abertura realizada con unas filosas tijeras dejando al descubierto los órganos internos. Falta ojo izquierdo.
La segunda mujer de aproximadamente cuarenta años: presenta golpes en el rostro y cortaduras en los hombros. En la mitad del cuerpo presenta una profunda abertura realizada –tentativamente- con las mismas tijeras que la mujer primera, dejando al descubierto los órganos internos. Falta el corazón.»
Y la sala de investigaciones quedaba en silencio.
El detective se despedía con la siguiente frase: «Necesito para mañana conjeturas que nos puedan ayudar a resolver el caso, así como lista de posibles sospechosos o de internos de algún hospital psiquiátrico que hayan escapado en las semanas recientes de las ciudades aledañas.»
La mujer había descubierto al «tercero».
Qué pasos tan ligeros para ser un hombre corpulento. Pasos temerosos de llegar al destino que viene andando. Pasos que resuenan en su conciencia por haberlos dado tan tardíamente. ¡Dónde puede el hombre esconder su remordimiento si no es acaso en sus miedos! Y el hombre teme. Teme a esa sombra reflejada en la pared. La gabardina va dando tumbos en el piso. Desea no llegar jamás y seguir, simplemente, caminando. Incluso deseó pasar de largo a los insultos de esa vieja imprudente que todo observa y juzga tan pulcramente como si el pecado nunca hubiese llegado a su alma. Él está arrepentido. Se arrepiente diariamente de haber perdido el tiempo, de haberlo acomodado de tal forma que no quedaba nada más que su trabajo. Y de qué sirve. La maldad se sigue reproduciendo, los malos actos brotan como las ratas salen de las alcantarillas: ¡Ratas, el mundo está lleno de ratas que nadie puede exterminar porque sería homicidio! Sin embargo, no puede culpar a nadie de su desdicha, de su temor y del remordimiento que le calcina el pensamiento. La vieja sigue gritando y su voz resuena en las paredes de sus tímpanos. «Maldita la hora» Se guarda esas palabras en el vientre ahora caliente por la rabia. Sigue avanzando y se detiene en la recamara de la hija, esa hija suya que ha crecido tanto, tanto. La que de nacida cabía en sus manos y ahora, apenas y puede sostener en un abrazo, porque ella lo rechaza: «con justa razón» La intenta comprender.
Sabe que es demasiado tarde para estar allí « ¿Por qué no se ha dormido ya esa vieja fastidiosa?»; gira la perilla, empuja suavemente la puerta y la observa ahí acostada. Seguramente duerme pero a él eso no le importa. Avanza como lo ha venido haciendo desde el corredor de la segunda planta. Está ahora mucho más cerca, la tiene a un palmo de su cuerpo y se agacha a darle un beso en la mejilla. La piel cálida de la joven le llega a quemar el espíritu y los labios del padre se contraen. Un sabor apenas deducible en el paladar va resbalando hacia sus adentros. Él piensa que es la adrenalina del encuentro. Se equivoca…
Le dice «Adiós, mi niña»… Sin saber que será una despedida para siempre. Se da la vuelta y sale de la habitación imitando los pasos que lo atrajeron en un primer momento. El impulso de observar la recamara compartida con su ex mujer que enloqueció lo hace palidecer por tantos recuerdos que juntos vivieron «Y tú, mi niña, sin saberlo». Se equivoca… Ella lo supo, ella lo sabe.
Entra al cuarto antes cuna de su matrimonio y se deja caer en la cama. Conserva la misma suavidad de antaño y le duele el pecho. Él piensa que es por el recuerdo. Pero se equivoca una vez más. Se afloja la corbata, se desabrocha el cuello de la camisa y siente que un calor le invade el cuerpo «Serán los recuerdos»… El calor se vuelve un sudor frío: El hombre está muriendo. El pulso se acelera y sus palabras se ahogan en el silencio del cuarto. La garganta se ha cerrado y el corazón se detiene.
El detective duerme… Duerme, por fin, para siempre. Sin saber que todos sus pensamientos finales han sido equivocados.
Sólo ella lo observa desde afuera, parada en la puerta. Con un pañuelo húmedo se limpia la mejilla que roció con cianuro: El veneno silencioso.
Aquel beso lo envenenó. Aquel beso fue la perdición de una mente tan perspicaz que nunca supo dudar de su propia hija. Ella lo observa con pesar. El pesar que se arremolina en su cuerpo por no haberle dicho que siempre, siempre lo odió.
El detective duerme y a la mañana siguiente no habrá poder humano que lo despierte.
Se ha reunido con la muerte.
«Ahora son cuatro…»
La epidemia de resentimiento se va curando de poco en poco, de pocos en pocos.
Karla Nerea Valencia
Esa imagen por fin completada tal como la había pensado hace días le otorgo en el alma un arrullo de satisfacción y soltó una leve carcajada que apenas se escuchaba para sus adentros. Miró el reloj que marcaba la hora exacta de una perfecta conclusión al horror, al trauma que venía cargando en su interior. Tomó su abrigo colgado del perchero de la puerta principal de la casa, lo abotonó con calma y salió dejando tras de sí saldada la deuda que la atormentaba. Por fin era libre, por fin podría dormir por la noche sin cadenas que sujetaran su espíritu, aunque en éste existiera una grieta que muy difícilmente podría ser cubierta.
Los diarios de la mañana que siguió a la tragedia daban rienda suelta a las especulaciones; la policía investigaba con interés desmedido a los vecinos de aquella pequeña casa blanca donde un hombre «había sido terriblemente torturado», pero nadie supo dar ningún detalle claro que ventilara a algún sospechoso. Los reportes indicaban que el hombre era una persona tranquila, vivía bien con la pequeña pensión obtenida de su jubilación como profesor de escuela secundaria, de humor inmejorable, excéntrico en su atuendo, serio cuando debía serlo y muy apuesto. Una anciana había descrito al hombre como: “la persona más amable que hubiese conocido –recordaba mientras le guiñaba el ojo al detective en turno-, y mire que con los años que he vivido eso ya es decir mucho”, la coquetería se le notaba a la anciana por lo que el detective no hizo más que agradecerle con apenas una mediana sonrisa. Era todo: Soltero, sin hijos (conocidos), ninguna novia, amante de la naturaleza y coleccionista de vinos. «Una afición rara para los pocos ingresos que el finado tenía», comentaba un policía al salir de la sala de juntas donde todos los detectives y policías encargados se reunían para debatir y recabar hasta el menor detalle que surgiera. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: “El asesinato era todo un enigma que escapaba de sus manos y de muy complicada solución”. En toda la historia de la ciudad jamás se había cometido un caso tan impreciso y misterioso como el que ahora se investigaba.
Y es que la interrogante seguía flotando en el aire: Quién deseaba la muerte de un «humilde profesor de secundaria»; su expediente era poco menos que impecable, la relación con sus colegas de la antigua secundaria donde impartió clases más de treinta y cinco años de su vida era excelente y no había más que buenas descripciones de éstos hacia el ahora finado. Nadie podía explicarse los motivos que orillaron al «asesino» (porque seguramente ese terrible crimen era obra de un hombre) a cometer semejante acción.
La oleada de precauciones se iba expandiendo por toda la ciudad; ahora nadie estaba exento de caer en manos criminales ni de ser el blanco de torturas inimaginables. Así pues, la tranquilidad de esa pequeña ciudad lejana de un país que nadie desea recordar se vio sumergida en el sospechosismo de unos con otros. Cualquier mirada denotaba la maldad andante, cualquier comentario fuera de lugar era tomado como «el producto de una mente maquiavélica que pudo haber sido la que arrastro a cometer el agravio contra el profesor». La víctima fue apodada parcamente de esa forma: “El profesor”. No hacían falta más detalles ni nombres ni fechas. La casa pequeña y blanca se iba convirtiendo en leyenda y la leyenda en terror. Se podría decir que el objetivo del victimario fue cumplido: Sembrar la desconfianza y pánico en aquella población.
¡Qué un hombre lo mató!... La policía no sabe dar más detalles de la complicada averiguación que dio inicio el día después del fatídico crimen. Se piensa que pudo ocurrir entre las nueve y once de la noche. Aunque nadie puede asegurar que el velo nocturno allá sido cómplice de semejante tragedia. Así pues, los vecinos no han arrojado nuevas pistas que corroboren lo que hasta ahora son meras suposiciones e hipótesis. Todas ellas sin sustento aparente.
Se leía en el periódico que la anciana coqueta iba leyendo en voz alta para que su nieta le escuchara mientras ésta desayunaba. La joven permanecía quieta, apenas dando unas débiles señales de atención y continuaba absorta en la tarea de acercar la cuchara a la boca repleta del cereal de chispas de chocolate. Con un asentimiento de cabeza dio las gracias a su abuela y se marchó rumbo a su habitación, ubicada en la segunda planta de una enorme casa que más bien parecía mansión. El amplio jardín se veía dibujado a través de los ventanales de la recamara de la joven, una pileta donde unos pajaritos llenaban los picos con el agua que asentada allí estaba, quedaba como guardia central del inmenso césped recién podado. A ella le gustaba aquella sensación de renovación, abrió los ventanales, se apoyo del respaldo de éstos y exhalo una larga bocanada de aire fresco. Los árboles frutales eran arrullados por una brisa veraniega, así como ella ahora era arrullada por la tranquilidad de sus pensamientos. Por muy desdichada que ella fuera encerrada en esa casa con la abuela, ese día había amanecido curiosamente feliz.
«Uno menos» susurró al viento. Y sólo ella se entendió.
Los días que le siguieron al asesinato de El Profesor no fueron más tranquilos de lo que se esperaba. Las ocho de la noche fue impuesta como la hora necesaria para no salir de casa ni para andar deambulando por ahí. La policía tomando precauciones, cosa que muy rara ocasión hacía. Cualquiera que se descubriera rondando las calles después del toque de queda sería remitido a la delegación de policía para un riguroso interrogatorio. La desconfianza era el núcleo principal de la ciudad.
LAS DOS MUJERES
Dos mujeres jóvenes recorrían el laberinto del mercado local haciendo las compras de rutina para llenar la despensa; se les miraba sonrientes y desenvueltas en sus decisiones para comprar la mejor fruta o los vegetales más frescos. Pasaban los minutos y unos ojos inyectados por un rojo sangre les iban siguiendo por donde quiera que ellas se dirigieran. Salieron pues del mercado y esa silueta envuelta en un vestido púrpura iba tras sus pasos. Llegaron a un extremo apartado de la calle principal y la que hacía de su sombra les habló, aquellas volteaban consternadas por lo que habían parecido oír segundos antes: sus nombres en un distante cuchicheo.
La sombra púrpura levantó la mano empuñando unas tijeras y éstas fueron clavadas en el punto medio de los ojos de una de las chicas. Sus ojos se apagaron en un grito que nadie escuchó, su cuerpo caía ligeramente en la oscura callejuela mientras su compañera quedaba quieta, inmóvil sin saber qué hacer. Las piernas no le respondían, su boca estaba seca y era incapaz de articular palabra o un grito siquiera. Su mirada se entorpeció, aguzando más la vista parecía describir una interrogante: ¿Tú? Pero no alcanzó a pensar nada más, en ese momento por segunda ocasión se alzaba la mano de la sombra púrpura con otras tijeras y se las enterró en el corazón de aquella mujer inmóvil. Lo que sucedió después fue un acto indescriptible.
Se supo por las noticias transmitidas por la televisión que dos jóvenes mujeres habían sido asesinadas en una callejuela a las afueras de la ciudad. Que habían sido despojadas de sus ropas y desde el cuello hasta su sexo abiertas por la mitad con una perfección tal, que ahora se sospecha de todo cirujano en la ciudad. Una de ellas tenía enterradas unas tijeras entre ceja y ceja. La segunda solamente percibía una llaga en lo que había sido el punto donde se encontraba su corazón. Un corazón que no había sido encontrado por ninguno de los peritos que llegaron de inmediato al lugar. Nuevamente no hay pistas que puedan ayudar a encontrar al que perpetró el crimen. La periodista se despedía con un: «Se le advierte a toda la comunidad a tomar las precauciones pertinentes».
-¿Precauciones pertinentes? ¿Qué precauciones pertinentes son las que se ocupan en casos como éste? – gritaba enfurecida una anciana que giraba con fuerza la perilla del televisor blanco y negro, para apagarlo. Nuevamente la joven nieta permanecía quieta a su lado apenas prestándole atención.
- ¿A ti parece no preocuparte? – Le espetaba la abuela.
- ¿Y yo qué podría hacer? – Respondía la nieta con indiferencia.
¿Y yo qué podría hacer?... ¡Exactamente! Nadie puede hacer nada, nadie puede parar la marea que ha subido hasta tope clamando venganza. El vestido púrpura descansaba en una butaca cercana a la cama de una mujer alta y de complexión delgada. La recamara permanecía oscura pero el vestido brillaba y brillaba por las manchas de sangre que habían brotado en él. La tonalidad de esa imagen se iba convirtiendo en risas para la mujer. Estaba desnuda y sentada en el extremo central de la cama. Las piernas cruzadas y un cigarrillo en la mano izquierda. Fumar llevándose el cigarrillo con la mano derecha es una vulgaridad y las más estrictas normas de buena educación deben ser respetadas incluso en la más extrema soledad. El humo divagaba envolviéndolo todo en una espesa aura de misticismo y la mujer se vio trepando a empellones una de las bardas que rodeaba la sucia callejuela. El vestido púrpura apenas y le dejaba un poco de movilidad que ella trataba de aprovechar al máximo. Corrió por las avenidas que se alzaban entre casa y casa, entre terraza y terraza…y desapareció. Sin dejar el menor rastro, el menor indicio que su cuerpo había estado en aquel lugar manchado por la muerte.
«Dos menos» profirió en su última aspirada al cigarro.
¡Qué extraña conexión!... Dos corazones diferentes palpitando en diferentes lugares y un ojo que nadie había descubierto como extraviado en uno de los cuerpos de las doncellas muertas ¿Qué podía tener eso en común para alguien?
En un frasco de sustancia disoluble (muy probablemente NaCl) se encontraba resguardado un corazón maldito y debajo del frasco, reposando una hoja doblada por la mitad que encerraba unos mechones de un fino cabello rubio.
Dos corazones palpitantes que latían en direcciones semejantes, para al final encontrarse y el día que lo hicieran serían un solo instinto, un solo sentimiento de vengarse por todo lo dicho y por todas las amarguras que les había ofrecido el destino. Cualquiera que pudiese leer las mentes observaría que el resentimiento es un sentimiento estúpido e inútil. Nadie puede mandar sobre lo que nos hace cambiar la vereda de nuestra cordura o una razón que debe profesarse en la más extrema raya de lo correcto. ¡Qué correcto puede haber en el mundo cuando nadie puede definir la palabra corrección!
Y un ojo encerrado en un pequeño frasco (que muy probablemente contuvo en un pasado pimienta) descansaba un ojo enorme de color azul. Miraba atento la habitación de una mujer ciega o mejor dicho, cegada por el odio. La mujer posaba desnuda ante unos nítidos rayos de sol que se filtraban a través de una enorme puerta de vidrio que daba acceso al balcón y como vista principal una calle que toda la gente del pueblo olvido transitar. Se decía que aquella calle estaba hechizada; que almas sin descanso vagaban y cualquiera que se atreviera a caminar por ese lugar quedaba poseso por alguna de ellas. Así que nadie se atrevía siquiera a inmiscuirse en un terreno donde nadie más quería habitar, por lo tanto, nadie notó que en aquella extraña casa roída por los años vivía una mujer que la había adoptado como su hogar.
El ojo miraba más allá: Miraba cicatrices difíciles de sanar que se transparentaban en un llorar y llorar insaciable, por momentos de incansable paz. Miraba pensamientos obscenos, pensamientos de lujuria con atmósferas de bar.
La mujer volvía a fumar y el ojo cegado quedaba. Tan cegado como la mujer que lo había arrancado de su hábitat natural: el de la chica que asesinada quedaba en la solitaria callejuela a las afueras de la ciudad.
La policía, como era de esperar, no tardo en darse cuenta de la ausencia del ojo en aquella chica cruelmente mutilada. «La conclusión a la autopsia de este día es: El cuerpo de una mujer de aproximadamente treinta años: presenta golpes en el rostro y contusiones en determinadas partes del cuerpo (piernas, abdomen y brazos). En la mitad del cuerpo presenta una abertura realizada con unas filosas tijeras dejando al descubierto los órganos internos. Falta ojo izquierdo.
La segunda mujer de aproximadamente cuarenta años: presenta golpes en el rostro y cortaduras en los hombros. En la mitad del cuerpo presenta una profunda abertura realizada –tentativamente- con las mismas tijeras que la mujer primera, dejando al descubierto los órganos internos. Falta el corazón.»
Y la sala de investigaciones quedaba en silencio.
El detective se despedía con la siguiente frase: «Necesito para mañana conjeturas que nos puedan ayudar a resolver el caso, así como lista de posibles sospechosos o de internos de algún hospital psiquiátrico que hayan escapado en las semanas recientes de las ciudades aledañas.»
La mujer había descubierto al «tercero».
LA HISTORIA DEL DETECTIVE
Qué pasos tan ligeros para ser un hombre corpulento. Pasos temerosos de llegar al destino que viene andando. Pasos que resuenan en su conciencia por haberlos dado tan tardíamente. ¡Dónde puede el hombre esconder su remordimiento si no es acaso en sus miedos! Y el hombre teme. Teme a esa sombra reflejada en la pared. La gabardina va dando tumbos en el piso. Desea no llegar jamás y seguir, simplemente, caminando. Incluso deseó pasar de largo a los insultos de esa vieja imprudente que todo observa y juzga tan pulcramente como si el pecado nunca hubiese llegado a su alma. Él está arrepentido. Se arrepiente diariamente de haber perdido el tiempo, de haberlo acomodado de tal forma que no quedaba nada más que su trabajo. Y de qué sirve. La maldad se sigue reproduciendo, los malos actos brotan como las ratas salen de las alcantarillas: ¡Ratas, el mundo está lleno de ratas que nadie puede exterminar porque sería homicidio! Sin embargo, no puede culpar a nadie de su desdicha, de su temor y del remordimiento que le calcina el pensamiento. La vieja sigue gritando y su voz resuena en las paredes de sus tímpanos. «Maldita la hora» Se guarda esas palabras en el vientre ahora caliente por la rabia. Sigue avanzando y se detiene en la recamara de la hija, esa hija suya que ha crecido tanto, tanto. La que de nacida cabía en sus manos y ahora, apenas y puede sostener en un abrazo, porque ella lo rechaza: «con justa razón» La intenta comprender.
Sabe que es demasiado tarde para estar allí « ¿Por qué no se ha dormido ya esa vieja fastidiosa?»; gira la perilla, empuja suavemente la puerta y la observa ahí acostada. Seguramente duerme pero a él eso no le importa. Avanza como lo ha venido haciendo desde el corredor de la segunda planta. Está ahora mucho más cerca, la tiene a un palmo de su cuerpo y se agacha a darle un beso en la mejilla. La piel cálida de la joven le llega a quemar el espíritu y los labios del padre se contraen. Un sabor apenas deducible en el paladar va resbalando hacia sus adentros. Él piensa que es la adrenalina del encuentro. Se equivoca…
Le dice «Adiós, mi niña»… Sin saber que será una despedida para siempre. Se da la vuelta y sale de la habitación imitando los pasos que lo atrajeron en un primer momento. El impulso de observar la recamara compartida con su ex mujer que enloqueció lo hace palidecer por tantos recuerdos que juntos vivieron «Y tú, mi niña, sin saberlo». Se equivoca… Ella lo supo, ella lo sabe.
Entra al cuarto antes cuna de su matrimonio y se deja caer en la cama. Conserva la misma suavidad de antaño y le duele el pecho. Él piensa que es por el recuerdo. Pero se equivoca una vez más. Se afloja la corbata, se desabrocha el cuello de la camisa y siente que un calor le invade el cuerpo «Serán los recuerdos»… El calor se vuelve un sudor frío: El hombre está muriendo. El pulso se acelera y sus palabras se ahogan en el silencio del cuarto. La garganta se ha cerrado y el corazón se detiene.
El detective duerme… Duerme, por fin, para siempre. Sin saber que todos sus pensamientos finales han sido equivocados.
Sólo ella lo observa desde afuera, parada en la puerta. Con un pañuelo húmedo se limpia la mejilla que roció con cianuro: El veneno silencioso.
Aquel beso lo envenenó. Aquel beso fue la perdición de una mente tan perspicaz que nunca supo dudar de su propia hija. Ella lo observa con pesar. El pesar que se arremolina en su cuerpo por no haberle dicho que siempre, siempre lo odió.
El detective duerme y a la mañana siguiente no habrá poder humano que lo despierte.
Se ha reunido con la muerte.
«Ahora son cuatro…»
La epidemia de resentimiento se va curando de poco en poco, de pocos en pocos.
Continuará
Karla Nerea Valencia
1 comentario:
Hola hermosa!!!! como siempre sorprendente tu manera de escribir, aunque últimamente ya no recibo invitaciones a tu blog, aquí ando de metiche. Un beso nena linda! y gracias por tus letras.
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