VIDAS
Su nombre es Vidas y era mi amigo. Digo que era porque ya no lo es. Lo fue en algún momento del ayer, de ese ayer en el que todos nos vemos destinados y confinados por distintas circunstancias al profundo olvido. Vidas sale todos los días muy temprano por las mañanas de su casa y en cada ida pierde una vida y en cada vuelta regresa otra de ellas. Vidas nunca descansa. Una vez nos encontramos por cuestiones del destino físico y lo salude por tres minutos. Tardamos cincuenta y nueve años en encontrarnos.
La primera vez fue en España, la segunda en el occidente de África.
Vidas es muy afortunado, vive calentando a las personas que le rodean con unos rayos cálidos de simpatía. Vidas es muy afortunado. Vive soñando que algún día pueda jubilarse y enamorarse perdidamente de otra vida: quizá de una que se ha ido o será de otra que pueda estar de vuelta. Sí, Vidas es muy afortunado. Mi tercer encuentro con él fue por Centro América. Vidas y yo vivimos viajando.
No es raro pues que este tercer encontronazo haya sido setenta y dos años después del segundo. Vidas y yo somos muy viejos: Viejos y afortunados.
Muy pocas veces Vidas se ha enojado, pero cuando lo hace es tan descomunal su molestia que la cara se le hincha en un rojo mortal y esos rayos cálidos se deslindan abriendo paso a un calor mayor. Entonces llegaba yo y le pedía se calmara. Unas gotitas salían de su cara empapándolo todo, como si sus acompañantes más cercanos surgieran como paños y le consolaran el dolor –que a su vez ellos iban filtrando- que una vida le producía, quizá una que se iba o una que volvía. Al final la recompensa solía ser la misma: Una larga sonrisa de colores, en la que dicen, se esconde en algún extremo de la misma una enorme fortuna.
Nadie tiene la culpa que él ahora viva en la amargura. En una amargura que yo sabía calmar de manera parcial, total o anular. Por momentos me sentía tan pequeña que al abrazarlo y sostenerlo entre mis brazos, el anillo de su ira me cubría. ¡Qué pequeña me sentía! Tan lejos de ser un consuelo y tan cerca de encontrarme en mi apogeo. Vidas olvido la promesa de vernos sin falta dos veces al año y entonces, eso nunca pasó. Hubo una vez que prometimos encontrarnos, por lo menos, cinco veces al año y eso tampoco sucedió. De quién fue el error.
Vidas perdía una vida en la mañana y cuando yo me acercaba una más le volvía. Incluso nos tocó ignorarnos categóricamente: Por el día él estaba en el Norte y yo en el Sur. Y entonces me encontraba yo en el Sur y él estaba en el Norte. Supongo que alguien mayor que nosotros advirtió la tensa situación que Vidas y yo estábamos viviendo y lo decidió: Separados por un lapso de doscientos a trescientos años, hasta volvernos a encontrar en el mismo punto que yo ya olvide.
Vidas pudo vivir sin mí y yo sin él. Yo, que vivo en las tinieblas por mi soledad mandándole señales de puntos celestes que imitan su brillo para que pueda alumbrar cualquier camino por el que él decida llegar. Y él, mi pobre Vidas que vive alumbrando las vidas de los que de él se quieren ocultar. Yo soy paisaje de parejas, de románticos que tras mi velo se ocultan. Mi Vidas que observa como esas parejas de él se quieren alejar. Yo soy el destierro místico que ha servido de inspiración a miles de poetas. Él, se ha olvidado que es la alegría de los que se sienten vivos. Vidas que en cada ida pierde una vida y en cada vuelta espera regrese otra de ellas.
Yo vivo esperando cubrirlo y él, de mí nunca se alivia. Yo vivo esperando una vida: Él vive perdiendo una vida de ida esperando otras de vuelta. Yo vivo la vida… Él vive perdiendo unas vidas de ida que siempre regresan muertas.
Karla Nerea
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