viernes, septiembre 12, 2008

«Retrato de un Desconocido»



Retrato de un
- Desconocido



Se detuvo, miró a su alrededor y sobre un gran charco
de estiércol, se agachó y vomitó. Todo terminó.
«En basura… como lo soy yo» -dijo-, se sentó sobre
la banqueta ahora humedecida por la tibia llovizna de la
noche anterior y prendió un cigarro.

Corrió tras una lata de refresco y al caer la ceniza del
‘cancerigeno’ empezó su cuerpo a arder como una hoguera
de siglos atrás. Con ello, dio fin a su vida de perdición y
regresó al planeta en el que a todos olvidó, incluso,
hasta de sí mismo.





La marcha seguía constante. Millones de pasos que iban dirigidos a un solo lugar de partida y de encuentro. Yo bien que pude participar muchas veces de ese mismo paso resulto, despreocupado y, a veces, sombrío. La multitud se apretujaba tratando de ocupar los primeros lugares, los cuales, siempre eran los que más posibilidades tenían de ser los que mayor beneficio recibirían. Nadie sabía en qué momento se comenzó a crear la tradición de aquella peregrinación. Para muchos inútil, para muchos más, el único solsticio de esperanza que quedaba en la ciudad.


Sólo un hombre permanecía rezagado ante el gentío. Fumaba y daba pasos cansados, pasos de hastío. En el pelo pintaban las canas de un destierro ofrecido por el bienestar de los demás, pero no para consigo mismo. Siempre se trató de ello, de agradar al compañero, al vecino, a la esposa, a los hijos, con el olvido de las satisfacciones propias. Era un hombre que todos habían olvidado: por descripción y por nombre. Era sólo un hombre que en ningún lugar cabía, en ninguna ciudad, país o continente pertenecía; se podía decir que era para todos y de nadie más a la vez. Triste caso para la triste vida que de por sí, ya llevaba a cuestas.


Por única compañera: Una botella.
Por único aliado: Un cigarro.

¿Quién podía necesitar de algo más?
Sí el mismo era una misma necesidad.

Las personas, olvidándose de sus semejantes empezaban a correr, a apresurarse para llegar a la repartición, que en sus retorcidas mentes, los hacía mejores personas. Él nunca necesito probarle a nadie aquello que lo hacía diferente del resto.

Por único deseo: Un consuelo.
Por única esperanza: Un alma.


Y así, todos llegaron a una fuente. El agua pintada por colores de bienaventuranzas, dejaba escapar unas luces que cegaban las miradas. Nunca nadie supo cómo es que llegó esa fuente a estar ahí, en ese apartado lugar de la ciudad; pero al verla, todos sabían que debían de ir a su encuentro, a tratar de robar unas pequeñas chispas que alimentaran su espíritu. Nunca nadie supo cómo es que eso funcionaba, pero así sucedía.

De día y de noche, el público formaba dos hileras. Todos respetaban su puesto y no había un solo ser vivo que quisiera pasarse de serlo. Pero aquél, el desdichado ese, sentado sobre una roca, bebía y bebía sin otorgar tregua al cuerpo, al hígado, a sus intestinos, al pobre estómago cocido.

Él solamente una cosa pedía:
«Que sea aquella chispa de color, la que acabe con mi vida.» -repetía-.



Las filas iban en disminución. Todos, satisfechos regresaban por donde habían llegado y la fuente jamás se secaba. Pero eso sí, sólo una vez al año su agua brillaba. Y era precisamente ese día, cuando todos salían de la ciudad para hacer tan lejana visita.

-A veces la esperanza es así, llega cuando menos te lo esperas y se enciende en los lugares que menos imaginas-.

El hombre, quedaba solo ante la pileta de augurios dichosos. Su mirada se contorsiono y optó, por cerrar los ojos. En su vista apagada sólo se filtraban algunos destellos. Era aquella esperanza que luchaba por salir y convertirlo en mejor persona, pero que él, ante su ceguera, se negaba a sentir, a palpar y finalmente, ver.

- El hombre es así, tan lleno de inseguridad ante la obviedad de acción, de reacción, de causa.-


Alejándose de aquella maldición, sólo observó lo que para él era lo único coherente: Un enorme charco de estiércol. Se detuvo, miró a su alrededor y sobre aquel enorme charco de estiércol se agachó y vomitó.
Todo terminó.

«En basura… como lo soy yo.» -dijo-.
Y más que decirlo frente a nadie, sonó como una sentencia y prueba lógica que afirmaba su resolución a reducirse en sólo aquello que deseaba ser: Una basura.

- Porque a veces, la autoestima no es la que el cuerpo, nuestro cuerpo, se merece. Pero estamos tan ensimismados en nuestra afirmación de ser todo aquello que nos obligan a sentir; sin percatarnos que ante los ojos de los demás, no debemos buscar ser lo que no somos y nunca seremos-.


Sintió vergüenza y desazón, sintió que poco a poco se iba desgarrando el corazón. No había nada más por hacer. Sentarse y observar que el viento acercaba con lo recio de su soplido una lata de refresco, que muy probablemente una persona inconciente para con el medio ambiente, tiró. La recogió del suelo pedregoso; en su interior brotaba un olor muy peculiar que nada tenía que ver con lo que, en clara lógica, debió haber contenido al momento de resguardar el líquido gaseoso.

La ceniza del cigarro chocó contra la lata y ésta se incendió. El pobre hombre sin poder soltarla ardió en flamas como una hoguera de siglos atrás. Parecía un escenario conjunto: El agua colorida y chispeante, con la hoguera humana del hombre que deseaba la muerte y que, al parecer, había conseguido.

- Pero a veces, no todo es lo que parece; no todo indicio de mala suerte es lo que aparenta. Una gran enseñanza se puede obtener de todo prejuicio y daño presente, la sabiduría reside en saberlo descubrir al tiempo y no para después, cuando ya no hay nada que hacer.-


Pareciera que con ello, daba fin a la vida de perdición; pareciera… Que volaba hacia ese planeta que tanto luchó por olvidar y que olvidó. Tanto así, que se olvidó hasta de su propia existencia. Un pequeño paso hacia la muerte desde el nacimiento hasta encender la hoguera del entendimiento.

-Porque a veces, la vida es así: nos toma por sorpresa y nos ofrece un buen día, sin pensarlo, la madurez necesaria para encarar lo que pensábamos injusto y las cosas se ajustan al cause de la proporción exacta de experiencia.-


Dicen los habitantes de esa ciudad de completa soledad, que el hombre, después de aquello, fue el más feliz de todas las personas. Regalaba sonrisas, imitaba payasos y la gran terapia que lograba sacar adelante a los que atravesaban la misma situación que a él le pasó, era contarles la experiencia que ahora mismo les acabo de contar yo.

Porque ese hombre: Soy yo.





Escrito:
Karla Nerea Valencia

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