LUCRECIA MARTELA
Fiel, de principios morales intachables y lo más importante, dispuesta a hacer todo por ella, por entregar la vida misma sí ella se lo pidiera. De cultura fina y rasgos modestos, de cuerpo esbelto y años eternos. Así era ella, así fue durante toda una vida de servicio en casa de sus patrones que, una vez muertos, se convirtió en la sierva de ella, por ella y para ella. De pensamientos recatados y mudos, con secretos silenciados por toda una centuria en herencia de familia. La bisabuela a la abuela, de ésta a su madre y de la madre, finalmente, a la memoria propia. De vestimenta negra, esperando la desgracia a cualquier hora, pero procurando el bienestar de la patrona, de la niña, de la bella. Tenía bajo su mando el don más preciado: el de madre sustituta, el de autora de consejos y creadora de caminos rectos.
Su trabajo no sólo eran las tareas obvias del hogar, era además, cargar a cuestas la formación social y moral de la doncella abandonada al mundo, al sucio mundo despiadado. Miles de hombres aparecerían tocando la puerta en madera de caoba, ostentando el título de nobles, de hombres con principios intachables, tratando y buscando a como diera lugar, de encontrar la riqueza fácil; riqueza que la niña tenía de sobra. Fiel y más fiel a la consigna de guardiana, no sólo de la fortuna de la familia que ella había jurado servir, sino de la fortuna humana que su niña llevaba en el alma. De nombre Lucrecia y apellido Martela, servidora doméstica con bastantes años encima. Religiosa empedernida, devota de la Virgen de Colonia. Nunca se supo a ciencia cierta la edad que le correspondía, incluso, al momento del fallecimiento no se encontraron actas que constataran el día de su nacimiento, su correspondiente bautizo o confirmación ni se encontraron posesiones de valor, más que un crucifijo en chapa de oro de veintiocho kilates, con éste mismo enterrada. Servía el café a las cuatro de la tarde por no seguir rutinas extranjeras, tejía noches enteras mientras escuchaba a la niña, a la bella de ojos casi violeta, interpretar a J. S. Bach.
Noches transcurridas en vela, rezando y rezando, cubriendo pecados. Intentado zurcir, como si de un fino tejido en seda se tratase, el destino de la pequeña por quien todo daría. A las doce de la noche, paraba en las suplicas de clemencia, dejaba su penitencia, besaba el crucifijo y se iba a la cama. Pensaba y pensaba en la forma de bien educar a la niña que todo tenía, que por la gracia divina, desde el cielo, había siendo bendecida. Lloraba y lloraba, la pobre mártir con extenso dolor. Clamaba paciencia, indulgencia a tanta desdicha que le había tocado sufrir. Así vivió y así padeció a lo largo de su vida, en lo interminable de sus días, en la intermitencia de sus noches y amargos amaneceres. Por su parte, la joven, la rimbombante doncella, la niña, la bella, iba creciendo en el anonimato de una extensa belleza.
Pasaba las tardes estudiando el pasado en los libros de historia, en la administración de su economía en los libros de matemáticas. Filosofía en los griegos, literatura española, música del renacimiento y rosarios eternos con la señorita Lucrecia. Miraba por los ventanales inmensos de la biblioteca de su casa, la vida común de allá afuera, imaginaba dichosos momentos de paseos románticos con hombres de buenos sentimientos. En cada rosario, rezaba lo mismo, pedía siempre lo mismo, que llegara el día en que recibiera de su amado, el ansiado primer beso. El beso de la transición, el que marcaría el comienzo y dejaría a un lado la inocente infancia. El aguijón extrayendo la miel de los pistilos rosados de sus labios, el dulce veneno del cascabel a través de lo corto de sus años. El beso que terminaría por convertirla, finalmente, en toda una mujer. Más era imposible, era un beso negado desde el nacimiento, o desde el preciso instante de conciencia en que los médicos le habían robado la esperanza al decirle que sus padres no pasarían de esa noche con vida. La sonrisa se desvanecía, el ventanal inmenso, proyectaba ahora la sombra de un atardecer vigente en cada memoria, en cada pulso de su mente.
Quería alzar el libro más pesado y aventarlo a esos vidrios, que se quebraran como los sueños irreparables de su desdicha, de su infortunio siendo absolutamente rica. Una riqueza que de nada le servía, más que de codicia ajena. Riqueza que había conseguido únicamente la desgracia familiar, dejándola huérfana, ufana de diversión, privada del cariño, del enojo, del consentimiento de sus padres. Dijeron los parientes que tanta desgracia era un castigo de Dios; cosa que ella, la niña buena, nunca creyó. Cosa, que nunca quiso creer, de tan absurda sentencia. El Padre era bueno, era el creador y el disponía de la vida carnal, más no de la vida eterna del espíritu. El Hijo, era el redentor, el vástago que con su sangre lavó las culpas de la humanidad, dejándonos libre de pecados. Y el noble Espíritu Santo, el Santificado, el de la paz impostergable que tarde o temprano iba a llegar al mundo terrenal, llenando de felicidad la Tierra a semejanza del Paraíso creados en el principio de los tiempos, de Adán y de Eva.
Lucrecia cuidaba de ella, era su cuerpo y su conciencia, su guardián y su verdugo, su bien y su mal, todo al mismo tiempo. Sentía miedo, un miedo calado hasta los huesos, un miedo semejante a la oscuridad nocturna en que la conciencia suele más aparecer, para llenarnos de amargura, para arrebatarnos el placer, para abastecernos de acciones insensatas con ansías de poder un buen día desaparecer. La belleza que sólo podía presumirse ante el espejo de la recámara, el cuerpo desnudo que sólo podía ser mostrado en la quietud del baño matutino; hasta que un buen día… Todo eso cambió. Amanecía más de prisa, las manecillas corrían y corrían en el vaivén de la contrariedad de la rutina. La nieve caía, los árboles desnudos por el otoño, perturbaban el ambiente con gotitas de ternura, con el nacimiento o renacimiento, de la vida nueva. Pasó el día de Todos los Santos, pasó Navidad y llegaba la espera del año siguiente, el de renovación, el de sus dieciocho años. La edad adulta que la colmaría de la libertad que siempre –o al menos así lo veía- le faltó.
Lo primero, sería restituir las labores de Lucrecia, obligándola a únicamente hacerse cargo de las labores de limpieza de la casa, dejando la educación escolar, en manos de los institutos encargados a eso mismo, a instruir los valores de enseñanza en la juventud. Y una vez puesta a disposición de una buena escuela, podría convivir con chicos y chicas de su edad, iniciaría la búsqueda del amor, del amante, del hombre ideal que debía hacerla madurar.
HISTORIA
Sus antepasados llegaron a la ciudad por la obligación apremiante de una depresión económica. Lucharon por la supervivencia de su raza, de su calidad humana y de sus valores religiosos. Habían sido perseguidos por la Inquisición, que en aquellos años decretaban herejía en cualquier acto que resultara sospechoso. Colgaban en su pecho una pequeña cruz hecha de madera, para después, estar al cobijo de un relicario mejor, producido en oro. La vida no había sido nada buena con la familia Martela. Por el contrario, familiares cercanos, se enfrentaron con los ministros de la hoguera. Y ahí quedaron, en el fuego de la pureza, con cuerpos cercenados sin piedad, la misma piedad que con sus actos inhumanos, predicaban los católicos.
Lucrecia había sobrevivido a la desgracia. Era la digna sobreviviente de la desesperanza y la soledad. No podía permitirse ningún error, ningún cimiento débil que derribase su causa. Dominaba su odio disimulando afecto corvo. Nunca sonrió, nunca se le conoció un detalle amoroso, más que el dado a la niña, a la de ojos casi violeta. La conocía muy bien, la educo procurando hacerla a su imagen y semejanza. Pero la niña luchaba, se defendía a capa y espada. Era terca, testaruda como sus padres en el día, en la noche en que fue dictada su sentencia de muerte. Sabía que la biblioteca era su refugio predilecto, conocía cada letra escrita en el diario oculto bajo el azulejo de la tina de baño. Conocía sus intenciones de crecer y perecer bajo el pecado del amor. Caudal al que le cerraría las puertas, para que jamás se consumase. In nomine Patri.
La abuela tenía un medallón que se heredó de generación tras generación, pasando ahora a manos de Lucrecia. La única descendiente viva que se conocía hasta el momento. Medallón que tenía inscrito en su exterior: “Larga vida a la Ilustración”. Más pasajes del tiempo inolvidable. Más pensamientos incapaces de revelarse. Era más lo guardado que lo compartido. Pero no hay que desviarnos, inscrito en el interior de aquel medallón, tenía una pequeña hoja (amarillenta por el transcurso de los años que no perdonan) con instrucciones para alcanzar la grandeza, la gloria y la fortuna. Nota que no se había podido traducir correctamente, por lo incoherente en que del puño tambaleante, habían salido. De letra inteligible y dobleces que dificultaban la lectura. Y Lucrecia rezaba, rezaba en esas noches antes de caer las doce, para que el secreto más fielmente guardado de su casta, se revelara. Era creyente por conveniencia. Abstinente por precaución de su avaricia. Día con día unas gotas eran suficientes para debilitarlos, para empujarlos a la muerte segura… Sí, aquella era la riqueza prometida, la de la niña, la que por ojos tenía piedras preciosas.
Los Nobles, que en el pasado constituían el dos por ciento de la población, poseían el treinta y cinco por ciento de la tierra. Incapaces y perdonados para pagar impuestos de cualquier tipo, además, de ser los principales ocupantes de cargos públicos. De todo aquello habían sido despojados, la familia merecía el honor, la cuadratura de todo lo que algún tiempo poseyó. Era el final de un siglo de privilegios, el final del siglo XVIII y todo lo que conllevo. Veinticinco millones de habitantes, de los cuales más de veintitrés millones eran campesinos. Tortura de la que había sobrevivido la familia y que después, padeció. Tortura que se convirtió en condiciones de extrema miseria, sometidos a pagos forzosos de impuestos de origen feudal, al clero, a la nobleza que ellos habían constituido y que por motivos, clericales y en preserva de su propia vida, les fueron despojados. Fueron tales impuestos lo que condujeron a granjeros, labriegos y trabajadores agrícolas en general, a una situación de extrema explotación, que su abuelo nunca soportó y que por cuestión de principios y de honor, con una bala en la cabeza, dio finalizada la explotación de su dignidad. Por consiguiente, la familia se unió a las revueltas revolucionarias, a la revolución misma. Ahora todo tenía sentido para ellos, lucharían por recuperar el lujo, la riqueza y el derroche que ahora otros poseían, llamada: Monarquía.
Todo tenía sentido: El clero y la nobleza se convertían en clases parasitarias. Lo que antes era motivo de orgullo por tratarse de preservar la riqueza, negándose a pagar contribuciones al gobierno, para poder vivir de dichas contribuciones cobradas a la mayoría de la población.
“Libertad Social, Igualdad, Derechos Políticos…” Eran las palabras iniciales que podían leerse en el papel amarillento oculto en el medallón. Palabras que hicieron descubrir a Lucrecia, que sus antepasados habían sido participes del mayor movimiento libertario, el de la Ilustración, el de los Enciclopedistas sabios. El arma más vigorosa que pudiesen tener en aquella época. Su padre lo había contado infinidad de veces:
«Recuerda, Lucrecia. El Estado General, era el conformado por la asamblea representativa en la que confluían los integrantes de la Nobleza –a la que nuestra familia misma había pertenecido-, el clero –que ahora aborrecemos, más que no podemos negarnos a seguir ostentando-, y el Estado llano. Éste último constituido por miembros de la burguesía financiera, industrial y comercial, así como médicos, notarios públicos, militares de alta y baja graduación y otros profesionales de corte liberal. »
Enseñanzas de su pasado que jamás se le podrían olvidar. Cinco de mayo, el día propuesto de un año ampliamente conocido, para dar inicio con las labores del trabajo del Estado General. Inmediatamente después, se comenzó con la redacción de los Cuadernos Reivindicadotes, una especie de pliegos petitorios o demandas que establecía la convocatoria.
Todo este conocimiento fue dado gracias a la participación oculta que desempeñó la bisabuela Martela al lado de Madame Roland (**59-**92) como su asistente personal y dama de compañía de confianza. Madame Roland, fue dirigente de los girondinos, destacó por su gran capacidad de análisis político. Participante abierta en la primera etapa del movimiento revolucionario en ****** y que tuvo marcadas diferencias con los jacobinos.
Pero no fue sino hasta un veintiséis de agosto de **89, cuando la Asamblea Constituyente dio a conocer los Derechos del Hombre: Libertad, Igualdad, derecho a la propiedad y resistencia a la opresión. Por ese lado, una parte de la lucha se había consumado, otorgando a la familia Martela, mayor seguridad y resguardos económicos. Una vez establecido con esto el principio de la soberanía del pueblo; la libertad de expresión, de prensa y lo más importante, de religión, el gran peso que cernía sobre la familia, descansó. Pero quizá lo más trascendente fue el planteamiento de que los ciudadanos fijarían, a través de sus representantes, cuánto pagarían de impuestos.
En ese mismo año, con la aceptación de la muerte del abuelo, la abuela Martela se une durante los meses de Julio y agosto del mismo año en cuestión, a las comunas o gobiernos municipales, electos democráticamente en todo el país. Entre estas comunas, las del Estado residente, fue de las más importantes, siendo así, la familia Martela un gran causal de orgullo.
Así, la Guardia Nacional fue puesta al servicio de la Revolución triunfante. A la que se unirían Padre e hijos de Lucrecia. El marqués Lafayette, veterano de la guerra de Independencia de ******* ******, fue nombrado comandante de la nueva institución militar, a la que prestaron servicio y juramento la familia Martela.
CONTINUARÁ
Escrito por:
Karla Nerea Valencia
Karla Nerea Valencia
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