Dedicado al poeta oscuro,
que anhela ver en la luna su reflejo.
Aquél que encuentra espacio en un destello
magico de inspiración que le otorgan más que
mil palabras.
Y para ella: a la que conocí de niña virgen
y la llegué a encontrar de adolescente puta.
Karla Nerea Valencia
que anhela ver en la luna su reflejo.
Aquél que encuentra espacio en un destello
magico de inspiración que le otorgan más que
mil palabras.
Y para ella: a la que conocí de niña virgen
y la llegué a encontrar de adolescente puta.
Karla Nerea Valencia
Por la avenida encendida de gente, a plena luz de sol, a medio día en desequilibrada tarde. El reloj, por ahora, no es importante, para mí, nunca lo ha sido, pero hay muchas personas que se toman a pecho el detalle. Así, caminando, esquivando, retrocediendo, recibiendo golpeteos, la lucha a cuerpo, de hombro con hombro, de codo en codo, fuí abriendome paso entre la multitud enajenada de la gran ciudad; para efecto del relato, amable lector, te contaré, que la gran urbe citadina sólo es comparable con la exigua población de Babilonia. El caos, el tremendo caos trememundo, exhausto, hastíado, cabizbajo, ahogaba la ciuda, el pequeño continente, el enajenado país de gentes inconcientes y desesperadas, tan manipuladas, maniatadas por el Gobierno perenne de poder, de riqueza, de abuso. De muchas cosas me he podido arrepentir al borde de mi vida -pues nunca sé cuándo llegará mi muerte-, y una de ellas, fue delinquir con mi curiosidad por la extrema vía de la soledad auto-impuesta.
Fuí, más que a observar el fin de mis días, el comienzo de éstos. Fuí a sanar mi dolor, mi vacío, su ausencia, la soledad nuestra. Es tan enorme la capacidad del ser humano para encontrarse expuesto ante el dolor, que el consuelo encuentra abrigo en los lugares más imprecisos, y por supuesto, imperativos: Una cantina, un motel, un burdel, un callejon adiestrado por violencia, callejuelas podridas en la pestilencia... Un nauseabundo lugar con el disfraz de 'Bar-Formal'. Sin forma alguna, sin delicadeza, sin tomarme casi en cuenta para invitarme a entrar: Ahí yo la encontré; subida en una tarima de seis por seis, bailando, sin ropa, con exhuberante carne al aire, con los pechos en los que podía pasarme horas dormida. Ella ahí, como la más experimentada 'niña-puta'. «¿Tanto tiempo ha pasado?» Preguntaba en mi mente, suplicando, deseando que mis ojos se hubieran confundido de cuerpo, de lunares, de cabello regalado al viento y a esas miradas lúgubres, soberbias de alcohol, con llamas, de lenguas largas. No había error, ninguna confusión mas la obligada a agazaparse en mi interior. Toda ella jugueteando con deseos moribundos, de tal suerte, que aunque vista, jamás la podrían tener... como la tuve yo.
Aquel reloj ya antes mencionado carente de valor, de importancia, se detuvo en el instante en que sus ojos rozaron apenas con los míos; quizá vergüenza quizá pudor, desvariante sigo su baile... El tiempo exacto sí lo sé yo: dos minutos, dos minutos incansables, in-favorables, precisos todos ellos de cobardía en otorgar tregua alguna entre dos mujeres que bien se conocían pero deberían haberse evitado por toda la eternidad y aun más, por todo el infinito incierto de la muerte. Es imposible que yo saqué, relegue de mi mente esos minutos de codicía, de avaricia, de lujuría. Es imposible, incluso, hasta este día (que el lector no intuye el presente futurista, casi profecia) que yo pueda olvidarme de esos dos minutos que bailó por compromiso a la jornada laboral.
Asistida por un hombre que le tomó la mano, bajó los escalones situados al lado derecho del improvisado escenario. Con altivez y reconocida arrogancia impuesta por tacones vibrantes, descendía, lentamente, casi temerosa de herir el piso con la 'aguja' bajo los pies. Yo me perdí en el descenso, por mi cabeza, reluciente un hoyo negro me llevaba al viaje de la duda, del temor, del odio, de mi rencor más ahogado y extenuado. Moribunda de ideas, con ese coraje que saqué, vaya usted a saber quién sabe de dónde, me acerqué a la cortina que separaba el tugurio interno, del descanso escénico externo. El mismo hombre que minutos antes se presentó a lo lejos como un perfecto caballero, me detuvo el paso, me pidió me identificase pues personas que desearan hablar con las chicas, debían esperar a la salida.
- «¿Dónde es eso? ¿Acaso por donde acabo de entrar haciendo arribo?»
- «No, en la puerta de atrás. En el callejón trasero observará una puerta de gris metal, espere ahí hasta que la chica que usted desee 'comprar' (el término no me gustó) salga por ésa misma.»
- «Gracias.»
Salí sin pedir nada, ni una copa ni un cigarro que me devolviera la calma. Salí a la espera de esa mujer, que había empañado mi paz, a la que deseaba cobrar las cuentas pendientes, a la que deseaba comprar para después de usarla, aventarla en el pudridero más cercano del olvido, a ése, a donde se van los mendigos que ya no pueden probar suerte en ningún lugar.
Parada, en el húmedo abismo de una noche turbia callejera, esperé, esperé hasta que se enfrió mi conciencia, esperé como decía mi abuela:"como alma en pena". Pena tenía mi alma, y mucha. Poco tenía de alma mucha era mi pena, pero me la aguantaba. Salieron por esa fría puerta -tan fría como la noche expuesta- dos, tres mujeres, siempre en conjunto, ninguna era ella, ninguna era la causante de mi espera, de mi pena. Volví la vista al farol que alumbraba mi descompuesta silueta, me olvidaba como era yo a oscuras.
«¿Cómo soy yo después de 'todos'?... La mujer de un metro sesenta, delgada, de piel blanca cual color de leche, con pecas en el rostro, delicada, de pies pequeños pero de grandes zancadas, con piernas firmes no tanto como lo son mis decisiones, brazos largos, manos cortas, dedos afilados... Soy inconsistente, pero bella.» Mi descripción mental a la oscuridad tenúe se vio interrumpida por su salida: Los mismos pies adorandos con los tacones altos, un vestido rojo, tan rojo como la sangre diluida en una tina de baño. Un collor de imitada plata, el pelo teñido en castaño y los mismos ojos santos. Observo para ambos lados, para el final del callejón, para la salida a la calle peligrosa; corrió a mi lado y lloró de pena, pena como la de mi alma enferma y desauciada. Todo mi coraje, todo mi rencor, mi odio no tenía cabida al entregarme por entera ante sus brazos. Sucumbí a su encanto, besé sus labios, compartió su saliva vino y quedé embriagada, en menos de dos minutos, en menos de tres ladridos en los que pudiera cantar cualquier gallo. ¡Idiota Pedro, cobarde, encleque... Capaz de negar a tu Señor y yo, aún siendo más debíl no puedo olvidarme, ni negarla, ni pueden tacharme de traidora, de cobarde; soy una Santa, tengo la Santidad que a tí, pendejo, te faltó! Todos aquellos traumas de las Monjas coordimarianas me han servido ahora, para describir mi incipiente dolor, que nadie importa ni debe importarle, pero que lo cuento, para que nunca nadie silencie lo que siente.
«¡Sí! Soy una prostituta, una puta, una mujer de la vida (anti)galante, una mujerzuela, una zorra, una golfa, una perra en celo, una tipeja mamadora, una caliente de fríos moteles, soy todo y eso que ansiamos ser una de la otra. ¡Lo siento, mujer, lo siento! Yo ya no puedo ser la que en un pasado fue. ¡Lo siento, mujer, lo siento! Yo ya no puedo querer a nadie más. No sólo ese nocturno jueves, aquel «pastor» me robó mi identidad, también, acabó con mi pasado.»
«¡No me importa lo qué seas, nunca me ha importado! Sólo me interesa lo que pueda yo llegar a ser, pero a tu lado. ¡No me apartes! Deja que sea yo la que enmiende el daño. Después, podrás matarme, abandonarme, tirarme, dejarme como comida para los perros en cualquier calle, en cualquier lugar... Pero no me prives de amarte, no me arrebates la esclavitud de tajo, deja que sea yo, la que busque la mejor manera de morir... De prescribir, de prescindir de nadie para nadie. Aunque yo sepa que me mientes, que siempre lo has hecho, que lo seguirás haciendo, no me apartes...»
«¡Lo siento, Karla...Lo siento! Yo ya no te pertenezco.»
Las imágenes siguientes, no las recuerdo, quedé hincada con la cabeza enterrada en un charco de excremento, alucinando, llorando, quejándome de la pena y de la mierda. No recuerdo ni cómo se fue ni dónde ni a qué hora ¡A quién carajos le importa la hora en la que una llora! Inmovíl, deshecha, entendí que la mejor manera de encontrar consuelo es pertenecer a lo que el cuerpo reconoce como igual: ¡a la mierda! Como mi vida, como mi muerte... ¡A la mierda!
Amanecí en ese mismo callejón. Repleta de suciedad de pies a cabeza. Era la mujer más miserable por dentro y por fuera. Traté de levantarme sin suerte ¡Y qué es la suerte para alguien cómo yo! No es nada, es miseria, pobreza de alma, pobreza de espíritu, es mierda. ¡Ah! Ya me iba acostumbrando a mi nueva etapa, a la de ser una desterrada, apestada, vomitada, personaje por demás excretable. Unas manos, que ahora rememoro, eran cálidas, tersas, sencillas, humildes, eran, las de aquél hombre-caballero que la noche anterior me cerrarón la puerta a vivir más pronto el desengaño.
Cubrió de mí con una manta, me levantó en brazos y me introdujo por esa puerta gris metal. Era todo tan diferente ahí adentro; chicas del turno matutino comenzaban a vestirse en completa ironía a su profesión. Me miraban como sólo se le puede ver a alguien como yo: Con lástima. El hombre-caballero pasó de largo, me situó en el baño del lugar y abrió la regadera, con el agua más fría y penetrante, me bañó. Admito que mis fuerzas me habían abandonado desde aquellos dos minutos que les he relatado. Quitó de mis ropas y por primera vez, me dejé frotar el cuerpo con manos ajenas, es decir, con las únicas manos ajenas que me había negado a disfrutar: manos de varón. En todo esos momentos que sentí a presión el agua sobre mi rostro, sobre mis hombros, sobre mi pecho, mis piernas, noté algún pudor ni por mi parte ni por la de él. Como si a fuerza de costumbre, ver el cuerpo desnudo de una mujer se le hiciera de lo más normal y era perfectamente entendible. Me prestó un vestido, me invitó un café. Tomé de ambos como también, por alguna extraña razón, quería tomar de él.
¡Fuera pensamientos obsenos!
Con cara de preocupación llegaba al lugar una Gabriela, expuesta por el remordimiento que se le notaba en el rostro; era tan sencillo adivinar sus pensamientos, su conciencia. Se sentó a mi lado. Les dibujaré la escena: Un cuarto, cubierto con posters de mujeres que habían pertenecido al club de las fantasías mundanas y que por final habían tenido la misma parada: Servir copas en el bar, en la taberna, en el tugurio. Para allá iba mi Gabriela, a ser una mujer gorda sin futuro sirviendo copas a hombres que ya nunca más la voltearían a ver, más que para exigir y reclamar más de ese licor barato. «Aprovecha niña mía, aprovecha todo estos momentos que aun puedes hacer uso de tu cuerpo... Porque más allá ya no hay nada...»
El hombre-caballero nos dejó a solas. Pero antes de eso, les sigo relatando el cuarto: Un foco en el techo, una mesa y cuatro sillas alrededor de la cuadrada mesa. Y nada más. Y así, sentada a mi lado, disfrutando nuevamente de nuestra soledad, me preguntó con tono cansado:
«¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué ese afán de reprocharme mi partida? ¿Por qué no puedes dejarme ir y ser libre por tí misma?»
«Mi libertad eres tú. Mi ama y señora, siempre serás tú. No hay cupo en mi cama para nadie más. Debes regresar... Por nuestro amor, por el Amor de Dios...»
«¡Por favor, Karla! Hace mucho que dejamos de ser tan fervorosas de ese Señor como de nuestro amor...Ahora, nuestros corazones partidos, se han dispersado en rumbos diferentes... He aquí, mujer, lo que soy... Y he aquí lo que no quiero que seas... Y es lo serás, si me obligo a permitirte dejarte a mi lado... Mereces ser alguien mejor...»
«¡Yo no quiero serlo! Sólo tuya... Sólo para tí... ¿Qué pasó con tu pasión desbordada por mí? ¿Ya no me amas? ¿Ya no puede satisfacerte como la hacen otros hombres que ni conoces y los que te falta por conocer?»
«¡Él no me dejará ir...!»
«¿Sigue contigo?»
«Esto es lo que hago, prostituirme, para que él pueda vivir...»
Mi odio, mi rencor, mi coraje que creía perdido en ese charco de mierda, renació, volvió del caño del que pudo irse y diluirse para retornar hacía mí, su verdadera dueña... La flama que creía consumida, prendió en un incendio que quemaba mi interior... ¡Regreso para que yo fuera su asesina, su verdugo, su juez y su condena! Lo mataría, lo haría por amor a ella...!
CONTINUARÁ
Escrito por:
Karla Nerea Valencia
Karla Nerea Valencia
1 comentario:
ah cabron que no era autoconcluyente lo que seria la primera parte hahahahahaaha me encanto la parte esta "quedé hincada con la cabeza enterrada en un charco de excremento" hahahahaha la pura pinche onda hahaha por cierto adoro tus intros aunque eso siempre lo eh dicho por hoy ya fue bastante luego me aviento la tercera parte
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