LA EFICIENCIA DE LA
MUERTE
« IV »
MUERTE
« IV »
Fue tan sencilla la primera vez, que no logré disfrutar del triunfo. Del placer de arrebatar una vida que me pertenecía. Como la de todos los demás.
Lo conocí en uno de mis tantos escapes de mi enclaustramiento, donde unos piensan, que es en el subsuelo; pero es mucho más lejos de su comprensión. Vamos a llamarle de una forma que se pueda entender en este país de insensatos religiosos, supongamos que vengo de un internado de muertos, de decesos, de fallecidos que no volverán a la vida: “Fray Bartolomé” se ha de llamar de donde vengo.
Como iba diciendo, lo conocí en uno de esos escapes, él estaba sentado sobre un banquillo acusador, juzgando pacientemente a las personas a su alrededor, con mirada de aguilucho, con sensatez de un buen juez. Sentado estaba sobre un banco alto de los que abundan en la esquina de la barra de un bar. Brindaba en silencio, sin apurar la copa, brindaba quizá, por su soledad.
Decidí altaneramente hacerle compañía, una suave compañía por el lado paralelo de su cuerpo. En todo el tiempo que estuve ahí, en todos los tragos que tomé, noté, que él jamás reía. De nada se inmutaba, a pesar del bochornoso ambiente en el que departían los borrachos a su alrededor. Un beato del alcohol, me pareció.
Por allá, a la derecha –tomando siempre como referencia la puerta central-, parejas de cuatro personas discutían. Pude ver en su interior y descubrí, que solamente percibía su propia desdicha. En la izquierda, atolondrados beodos vomitaban sobre la mesa, ahogándose en su indecencia, en su vicio fatalista. Ordené mi quinto vaso de Whiskey –por aquella frase tal: “No hay quinto malo”-, y brindé en silencio por él. Pasado unos minutos, notó que lo miraba atento; intuí que le incomodaba mi presencia, más no se fue, no provocó el menor indicio que supusiera su partida. Entonces, pensé:
« ¿Qué precio tendrá la soledad? Probablemente para ese hombre, el costo de una botella de champagne, o quizá de vino, tal vez, de la cerveza más barata del lugar.»
La pregunta fue lanzada a mis pensamientos, después, no estuve tan segura de saber si realmente lo pensé o lo dije en voz alta para que alguien pudiese escucharla de mis labios torpes.
Su voz llegó fuerte y vibrante, dando la respuesta a mi pesar absurdo. Formulando claramente la misma interrogante: « ¿Qué precio tiene para ti? »
No supe qué decir, sólo recuerdo el silencio incomodo entre los dos. Sólo recuerdo dos miradas extrañas encontrándose cautivas. Y una soltura, que llevaba a cabo el ritual de manos que apuraban las copas a la boca.
Solté dos puntapiés sobre mi asiento, sobre mi banquillo de acusada. Las piernas temblaban, mi aliento daba un receso y suspiraba. Él aprovecho aquello para presentarse:
« Mi nombre es Ricardo. Podrás decir que soy un atrevido, pero tengo este extraño presentimiento, que en esta noche nada ha pasado por casualidad. Como tampoco lo es que hayas llegado a mitad de mi soledad. Te acercaste y al igual que tu lo has hecho, me dejaste sin palabras que pensar. Difuminaste la tranquilidad, que insulsamente llamaba como ‘sólo mía’.»
Quise responder de la manera más adecuada, ahora no sé si lo logre:
« En este mundo que escapa a mi concepto de realidad, me llamo Galath; dentro de mi irrealidad, no poseo nombre alguno que me pueda describir o clasificar. No soy normal; mi presencia sobre cualquier lugar no es para unir lazos de amistad. No me aferro al mundo material, no me aferro a nada que tenga que ver con esta sociedad. Sí en esta noche parca he venido, es para olvidar por lo que fui creada. Y que quizá mañana, moriré para volver a ser creada al día siguiente, con otra cara, sin fortuna de otra mente. Desafortunadamente, sin sentirme nunca viva. Sin nada que perder, sin razón por la cual mañana pudiese ser diferente, sin razón o motivo aparente para volver a estar en pie. »
« Tan triste pensar para tan triste niña »
Una conversación corta, una prisa por apurar las copas, para caer en media hora, en el obvio soltar de lenguas que produce el alcohol.
Dijo ser extranjero –como yo, con la diferencia que mi mundo no pertenece a alguno que el pudiera conocer-; escritor de vidas y usurpador de muertes. Dijo también, que el misticismo de su persona, sólo lo hacía parecer como un enigmático sin respuestas. Que su madre murió hace diez años, que su padre también se fue en el tren de ‘nunca volver’, luchando en una guerra que no le pertenecía, una de tantas guerras similares en las que había luchado la mayoría de su familia. Ya no le quedaba nadie en esta tierra malagradecida. Nadie que se pudiera preocupar de él. Nadie a quien heredar su infortunio. Que era un alma en ruina con dinero. Con él, se acababa su gremio familiar.
Jamás se había enamorado, y no tenía la intención de algún día hacerlo. Se acostaba con tantas mujeres por no malacostumbrar al cuerpo. Salía a las calles sólo para observar la infelicidad que aquejaba a la sociedad de su ciudad, Sitio.
Disfrutaba ver a los niños sonriendo, para que él pudiese recordar cómo hacerlo. Por esa razón, olvido reír, en las calles no existían ya los niños felices. No había juegos inocentes de corretear tras un balón. Ahora eran las armas de juguete despejando al balón. Pistolas, rifles, metralletas, ametralladoras que otorgaban el fingir una temprana muerte, un temprano odio, una temprana lucha de poderes. Las niñas, por su parte, ya no jugaban a ser la madre comprensiva, esperando al marido para alimentarle. Ahora, todas ellas, eran enfermeras de tempranos heridos en combate. Con gritos tempranos de pequeños soldaditos metidos en líos.
« Los niños ya no ríen como lo hicieran en mi adolescencia. Como lo hacían también en mi infancia –me contaba apenas en susurros calladitos-; me olvide de escribir sobre lo feliz que yo había sido, intentando con ello contagiar mi propia felicidad a los demás. Todos mis esfuerzos fueron en vano. Descubrí que la fama y el éxito vienen tomados de la mano con la desgracia que aqueja a mí alrededor. La gente es lo único que desea saber: Lo mal que la están pasando los demás. Lo mal que les va. Lo mal que nos sentimos con nosotros mismos. Para que con eso, la gente se sienta afortunada de que día a día, pueden respirar. »
« Por todo esto que me vas diciendo, quieres decir que las personas necesitan escuchar esa necesidad de alguien por sentirse en paz. Que es impugnable la necesidad de sentir compasión, de abogar por el perdón a nuestros semejantes. Es muy injusta tu manera de pensar, pero admito, que también es la verdad. Yo no necesito nada de eso, yo necesito no necesitar de nadie más.» Sus ojos crecieron desorbitadamente por la astucia de mi contestar.
Aquella plática pasó. Salimos prófugos de la justicia que impartía aquel bar. Y me llevó a su departamento. Olvidamos el sentimiento de remordimiento por saber que apenas y nos conocíamos; olvidamos el romanticismo de velas encendidas que fueran cómplices de nuestra prematura relación. La calidez sentida era lo único que nos encendía en esa noche oscura. Nos arropamos con los labios, nos pensamos con la desnudez del cuerpo.
Recostada sobre la elegante cama de sabanas de seda parda, su lengua recorría mis senos excitados, mi cadera lujuriosa, mis labios pasmados, mis pies suplicantes de ternura. Tomada de su mano por mi espalda, soportando el duro entrar de su cuerpo al fondo del mío, su sudor recorriendo el infinito. La espalda ya empapada con suspiros hacía la nada. Terminamos los jadeos media hora después, curiosamente la media hora que tardamos en un principio para conocernos. Nada nos hizo falta, todo fue suficiente.
Con simplicidad en mis palabras me engañan mis recuerdos. Sucedió, que en esa madrugada, al verlo inmóvil, con su respiración pausada, sereno, durmiendo; saqué de mi bolso el revolver de Dios, conseguido en semanas posteriores de mi mundo con un ángel traficante. Por el único precio de mi cuerpo. Me levanté de la cama que antes fungía de testigo, procurando no hacer ruido. Fingí dirigirme al baño, él, al sentir mis movimientos, despertó.
Lo mire con indulgencia, él a su vez, observo el interminable huevo de aquella arma en manos inocentes -¿qué puedo decir?, era mi primera vez-; sólo atiné a decir:
«Deberías agradecerme el pago… Nadie va a extrañarte, así como nadie extraño a tu abuelo, el Comandante.»
Disparé con la frialdad de la bala asesina, con la altanería recurrente, con el egoísmo de no necesitar de sentimientos. Mi pregunta quedó respondida, espero la recuerden.
La respuesta, fue la siguiente:
«Yo…yo fui el costo de su soledad podrida»
No habrá más en este mundo el escritor que plasme la desdicha e infelicidad que sufren los demás. Y sí acaso llegará a aparecer. Yo me encargaré de asesinar, como ahora lo he hecho, a todo hombre aquel que atente a traición.
Escritora:
Karla Nerea Valencia.
Documento protegido por
Derechos de Autor.
Karla Nerea Valencia.
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4 comentarios:
Excelente escrito, gracias por deleitarme con esa lineas... fascinante!
delirante, perturbador y a la vez genial y me pone a pensar; ¿cual sera el costo de mi soledad?
changos panzones hace un chingo que estoy atrasado por estos lares hehehe como en los viejos tiempo eh de venir y retacarme todo de un atascon al menos es lo que espero :D
YA HABIAN PASADO VARIAS SEMANAS SIN VISITAR ESTA PAGINA. ESTA HISTORIA ME GUSTA MUCHO ASI QUE ME PONDRE AL CORRIENTE.......ESPERO Y EL SIG CAPITULO ME GUSTE MAS QUE ESTE, POR UQE ASI ME HA ESTADO,PASANDO CON CADA CAPITULO QUE LEEO.
UN SALUDO!!!
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