miércoles, enero 02, 2008

DANIELA - CAPÍTULO I, II & III

** DANIELA **


"Ésta supone y presume de ser la primera vez
que vuelvo a escribir.
Sin embargo, mi pluma se encuentra desgastada por
versos callados, por métrica irrespetuosa
que no termino de dominar.

Sí, ha pasado mucho tiempo
y mi escritura no se ha hecho mejor".

Karla Nerea Valencia



DANIELA


- La historia que me aventuro a escribir, es sobre una niña por nombre Daniela. La describo como apenas una niña, porque aún está en el suspenso de la vida. Entre el suave arrebato de la inocencia y el despertar de la sexualidad.

Advierto -hasta éste punto-, que la historia no es propiamente mía.
Hace mucho tiempo que a un hombre le tocó presenciar todo lo que me preparo a relatar.
Ésta pues, es una historia dedicada, para él... Que supo confiar en mi.



- Podía comprobarlo frente al espejo. Su cuerpo había crecido y entraba a los cambios propios de la naturaleza -que en la escuela ya le habían prevenido- por lo que iba a pasar.
Sus pechos antes pequeños comenzaban a desarrollarse, hasta verlos de un tamaño más grande y decente. Al acariciarlos con lo sedoso de su mano, su pezón endurecia y la vagina comenzaba a humedecerse. ¿Qué era todo aquéllo?

Ya había sentido otras manos sobre el cuerpo, las de su primer amor, por ejemplo. Aquél primer amor que le regaló su beso como en las películas romanticas, en el fondo del salón sentados en los pupitres. Luego, llegaron amores más, el segundo, el tercero...Éste último la hizo sentir algo semejante a la sensación que ahora tenía, fue en el momento en que deslizó su mano por debajo de la falda escolar y apretó sus muslos firmes. Pero no era lo mismo, él no tuvo la delicadeza que ella hora tenía para con su cuerpo de niña-princesa. ¿Por qué los hombres no pueden hacernos sentir algo así? Se preguntaba al momento en que iba deslizando más abajo su mano, hasta llegar a la altura y tope de su monte. Se sintió avergonzada de sus acciones tan impudicas y se fue a dormir.

Por las platicas con sus amigas, descubrió y se sorprendió por la palabra:"Virginidad". Ella no era muy devota, resongaba cada vez que su madre la presionaba para que fueran a la Iglesia. Y ahora sus amigas le preguntaban: ¿Qué hay de ti, Daniela? ¿Eres Virgen?.
Ella, se quedó completamente callada pues no sabía que decir, que responder y se ruborizó. Al salir de la escuela y trás la desastroza conversación con el grupo de compañeras, llegó a la altura del pequeño altar improvisado de la casa de sus padres y rezó.
Rezó como si en eso se le fuera a ir la vida, pues no deseaba perder su virginidad, por lo que la noche anterior había hecho.
¿Tocar sus senos y sentir el líquido espeso que salía de su sexo? ¡¡No Señor!! Sería Virgen y así se quedaría.

Las respuestas llegaron tiempo despues.
Mucho después de sentirse culpable por revolcarse en la cama de su cuarto intentando dormir y sufrir por no poder tocarse apasionada y ligeramente como aquella noche en que comenzaron a brotar sus remordimientos.

Una de sus compañeras relataba al pequeño gruupo de jovensitas (no sin antes hacerles jurar que no divulgarían a nadie lo que les iba a contar), que la tarde anterior había dejado de ser virgen. Entre gritos y ¡Hurras! de sus amigas, la animaron a seguir hablando.
Daniela se dio cuenta que ella era la única que no entendía, la única que no había vitoreado la gran hazaña de su amiga. ¿Era para felicitar el dejar de rezar y ser devota de la misa?
¡¡Que ingenua se sintió después de escuchar la confesión!!

Aide había contado que la virginidad se pierde cuando el miembro viril del hombre (Pene) -con esa sola mención, ya se le subían los colores al rostro a nuestra pequeña Daniela- era introducido en la vagina de la mujer. Que aquel acto -inmoral para ella- daba muchísimo placer.
Se negaba a seguir escuchando, pero a la vez prestaba toda su atención. Le iba a doler al principio, pero una vez que se adaptara al ritmo de "entrada y salida" (así lo definió) iba a sentir una ola de clímax y adrenalina recorriendo su cuerpo. A su vez, decía, una delgada capita úbicada en el cerco de la vagina se rompía, imitando una pequeña herida, una ligera raspadura y sangraba, poniendo así punto final, a la virginidad.

Daniela llegó a casa y ya no rezó.
Su madre se sintió decepcionada por la perdida de interes de su hija al rezo, y por su abandono a la devoción por Dios. Ya tenía otras prioridades, ya se había cansado de mojigatear con su amiga Angela todos los domingos y de ayudar en las labores de la Iglesia al padre flojo que se enriquecía con el diezmo de las inocentes personas. Además tuvo que soportar sus miradas lascivas y de libinidoso. Ya no más, ahora tenía una nueva oración y confesión para antes de dormir:

"Yo confieso ante estás sábanas blancas
y ante esos instrumentos aparatosos de placer,
que he pecado mucho de pensamiento, en mis obras, actos
y de masturbación.

Ahora sé que Dios está en medio de mis Piernas
cuando me toco.
El espíritu Santo entre la fiel figura del miembro
viril del hombre, haciendo una trinidad:
mi mano, mi deseo y mi orgasmo.

Yo confieso que he pecado,
por entregarme en devoción a los Dioses del Sexo"




Continuará.
Karla Nerea Valencia



** DANIELA - CAPITULO II **

- PREÁMBULO -

- Su habitación estaba repleta con figuras ornamentales y dibujos sobre delfines. Aún cuando pocas veces había sentido el regocijo de verlos navegar en el mar, de dejarse envolver por la caricia del oleaje que iban dejando a su paso, ella admiraba -por mucho- a la especie considerada la más inteligente de "la mar".

Angela, mi mejor amiga. La más cercana, con la que compartí mis secretos más íntimos, la que nunca me defraudaría... Pero termino haciéndolo.


(Angela)



- DANIELA -
CAPÍTULO II



(Aide)
-

Aún logro ver -a pesar que ya ha pasado mucho tiempo-, su guardaropa en tonos pástel. Aún paresco observar la cinta de color azul cielo anudada a su cabeza, sosteniendo su cabello castaño claro, resaltando sus ojos color verde, como si estos fuesen dos pequeñas avellanas. Aquélla piel tan blanca, con la que siempre le bromeaba:"Tu color es como la leche dada por una vaca recién ordeñada". Soltando su tímida carcajada.
Sí pudiese definirla, sería así: "Tímida y recatada". Pero precisa y de firme decisión cuando había que ser recia sin tocarse el corazón.
Ella, era Angela.

Cuando dejé de creer en Dios lo que ocasionó la ruptura entre las dos.
Lo presentía; lo noté cuando dejó de venir a mi casa y evitaba que yo me pasara por la suya. Quizá la culpa siempre fue mía. Por haberle contado de las veces que me había masturbado en la soledad de mi cama, por ofrecerme a enseñarle como debería tocarse para dejarse arrebatar por el placer de la piel, de la carne.
En ese momento me olvidé que su felicidad estaba en los retablos finos de cuatro paredes formando una Iglesia. ¿Acaso había algo más que yo hubiese pasado por alto? ¿Algo que le hiciera feliz sin yo haberlo notado?, Su silencio no me dejaba muchas opciones.

Pasaba a su lado en la escuela y podía sentir su mirada de asco, sus muecas de desagrado.
"He perdido a mi mejor amiga", fue lo único que dijo en son de despedida al intentar arreglar nuestras diferencias. Deseaba hacerme una vez más de su amistad. Ya era prácticamente imposible.

Todo aquel sentimiento de culpa lo refugié con Aide. No eramos las personas más cercanas, pero ¿quién podía decir que no pudieramos llegar a serlo?.
Ella, Aide, era todo lo contrario a la personalidad de Angela. Le gustaba pasearse por las calles, sintiendo sobre su cuerpo las miradas de deseo de los hombres.
Tenía novio, pero no lo amaba. Su relación ya se había límitado a cartas que él le enviaba por correo; se marchó meses antes al Distrito Federal para conseguir un buen empleo, para hacerse con mucho dinero y así, proponerle matrimonio a Aide.

Cierta tarde, platicando en una banca del centro de la ciudad y cruzadas de piernas (Aide con una diminuta falda; yo, con jeans que mataban de pasión las miradas), me contaba:

- ¿Ves aquél chico que va ahí?
- Ajá
- Ya me lo tiré.

En el momento del diálogo pasaba junto a nosotras el cartero del pueblo. Yo recordé aquélla vieja histria de la pareja, que separada por sus padres, y en la que también se limitaron al intercambio de correo. Fueron tantas las cartas del amado, que a fuerza de costumbre y encuentros de miradas pasajeras, la mujer se enamoró de las virtudes del joven que entregaba el correo, se enamoró de su cartero.

- "El cartero siempre llama dos veces", amiga -me seguía relatando Aide-, pero en este caso, sólo bastó con una.
Finalizaba con sarna así su confesión. Yo, no hice más que reír.


(Daniela)

Llegué por la noche a casa, liberada. En mi mente máquinaba una nueva oración para desprenderme de tantos prejuicios que la gente tiene...


"Creo, en el deber de aprovechar las oportunidades;
Creo, en la única amistad obtenida por deseo;
Creo, en la mujer, que debe ser:
Joven, bella y poco más que prostituta...

Creo, en la discreción de la aventura,
en el entierro de las dudas,
en el movimiento de dos bestias sobre un colchón.

Creo, que el demonio se aloja en las ataduras,
y Dios, en la penetración de cuerpos envueltos
en la húmedad de unas cobijas."



- En un Diario con la figura de un Delfín azul en la portada, sobre el escritorio de Angela, se podía leer:

- "No soporto más su indeferencia.
Paso la mayor parte de los días cerca de él, para que pueda advertir mi presencia. Ni siquiera me mira. Sé que su vocación lo obliga a ignorar los atributos y miradas lascivas de una mujer. Pero no logro contenerme, soy una víctima de mi deseo (Comienzo a pensar como Daniela).
Nadie puede elegir a quien entregar el corazón, como yo lo hice ante mi seminarista. No puedo resignarme a verlo pasar todas las tarde ir de paseo, mientras yo tejo detrás de una ventana, como la salmantina de rubios cabellos(*).

Yo quiero tenerlo, quiero sentir su mirada sobre de mi cabello y me diga:"Escapemos".
Sé que eso nunca pasara, que no es más que un tonto sueño. Lo veo decidido, lo veo atormentado rezando y dando consejos a las almas descarriadas, yo no me atrevo a soltar mi confesión a bocajarro, como una más de esas desdichadas.

Deseo escapar como lo hacen los delfines en la mar. Ser libre y pensar con claridad. La claridad que ahora le falta a mi impulsividad. Tal vez, si hago lo que ella me recomendó, pueda apartarlo un solo segundo del atormentado corazón, que ya solamente late cuando lo ve."


La pluma cayó al suelo y Angela, se masturbó.




Continuará.




Karla Nerea Valencia.


(*) Extracto que pertenece al póema: "El seminarista de los ojos negros."


** DANIELA - CAPÍTULO III **


(Daniela)


DANIELA
CAPÍTULO III




Y así fue, en que pasaron muchas tardes y él hombre seguía haciéndose la misma pregunta: ¿Por qué ha dejado de venir? Hacia mucho que ya no la había vuelto a ver, hacia ya mucho, pero mucho tiempo que ella había osado privarlo de su compañía, que aunque indirecta –me refiero a la compañía; compañía indirecta-, no dejaba de ser una grata presencia que observar. Era ella. Era su presencia que lo hacía vibrar.
Era aquél aroma exquisito de su cuerpo; la mirada de aquellos ojos que podían perderte en el infinito.

Le dejó poco consuelo, despreciable consuelo, una “ella” una “otra” que pecaba de ingenua. Una “mártir” modernista como primitiva. Esa jovencita inocente que pensaba que la vida estaba justamente ahí, pendiente de una cruz, de forma desdichada como noble. De forma artística como lastimera.

Los rezos que por única compañía tenía en la penumbra de su ‘celda’ voluntaria, le eran todo lo que poseía. Rezaba con fervor (aún más) desde que ella se marchó. Toco por casualidad que en el momento que sentía justo, indicado de dudar sobre la veracidad de su entrega, de su devoción, de su matrimonio con el ‘colgado’; para abandonarlo todo y confesarle a esa niña de sus ojos infinitos, de su aroma exquisito que sentía amor, un amor aún más grande que en el seminario le pedían ofrecer a Dios.

Pero al día siguiente de su firme y valiente decisión, ella no volvió.
La desdicha fue mayor y acrecentó cuando de la entrada principal apareció aquélla, la niña inocente, la de mirada pérfida de mente e ingenua de alma (o eso era lo que aparentaba); era una imagen un tanto celestial que la puerta enorme que da la bienvenida a los feligreses, sirviera de tarjeta de presentación para el recibimiento de él, para con ella, a la iglesia. Mientras ella se desvivía por ayudar en las tareas más ordinarias de la sacristía, del curato, del salón de ensayos de ministros ociosos, de curas cadenciosos con discursos apaciguadores de ‘borregos’. Él pensaba en la que fuera su ‘otra’, su ‘aquella’, la de su mirada eterna.

Mientras ella le contaba una y mil veces más de pies a cabeza las historias de comic escritas por un tal Juan, un tal Lucas, un tal Job y un tal Simón. Él se ausentaba en sus ideas perniciosas, haciendo caso omiso de la pasión desbordante de una Biblia que habla. ¿Cuál era su nombre? Se decía, tenía que ponerle fin a las palabras que de una boca tan desconcertante y turbia, que sus ilusiones lograba reprimir y alejar en un santiamén. ¡ah, si! Ángela; hasta el nombre ahora le resultaba perfecto para la ocasión. Nombre divino para quién debiera ser Beldad Demoníaca.
¡Una de las tantas casualidades con las que se entretiene Nuestro Señor!

La ironía de la idea pasada no justificaba en nada la sátira hacia esa muchacha, de noble pensar y de modales correctos. Más ya estaba fastidiado, cansado, al borde de salir de sus cabales y pedirle que de una vez y para siempre ¡se callase! Tenía que hacer algo, ponerle un remedio a tan complicada situación, un escape, una salida de emergencia antes de empezar a enloquecer. ¿Pedir traslado a otra iglesia? ¿Intervenir por ella aconsejando le mandasen a un convento? ¿O meterle una hostia por la boca y le obstruyera la garganta? “Después de todo, sabes Dios, que me debes favores”, silenciaba su conciencia.

Un convento, sí, un convento es la clave. Es ahí donde van todas las mujeres que frustradas deciden cortar de tajo sus pasiones, ora bajas, ora aún más banales. Mujeres que son tan espantadas para siquiera hablar de sabores carnales, de sudor en la sangre, de amor en los poros, de caricias de ángeles bestiales. “¡Qué demonios es lo que me pienso! Juzgando y sintiendo por dentro que me hierven las entrañas por tenerla, por poseerla…Por Daniela. Mi convento es la falta de agallas.”

(…)

(Aidé)

Sus intenciones iban cambiando, iban a trote de un paso acelerado. Se dejaba ya tocar más allá del muslo bajo lo corto de la falda. El pudor no resaltaba más en su rostro cuando de ‘amarse’ –que lo mismo era tocarse desenfrenadamente pero con palabras de ‘a mentiritas’- se trataba. Había conseguido un equilibrio perfecto entre el amor y la pasión. Un dominio de la balanza que no se encarga ahora de tantear la justicia despectiva de un alguien a otro alguien, de un ente sobre otro ente, de un ser para otro ser. “En el amor la justicia no existe, sólo un compromiso por regir poder hacia él, quién fuese, mientras hombre fuere”. ¡Claro que ella no amaba! ¡Claro que sólo al hombre(s) utilizaba! No hay delito en ello. No hay castigo –más que el divino, dicen- para todo esto. El amor significa sacrificios; tantos, que ella no estaba dispuesta a soportarlos.
Amar es atar las emociones, y regirse por la cursilería que a tantas mujeres lleva a perder la cabeza.

¿Dibujar corazones en una hoja de cuaderno a rayas, con una flecha clavada, jurando así eterno amor al amado? ¡Jamás!
Hasta en esos dibujos se puede intuir el final de una relación: “Consumirse, sintiéndose herida de despecho, hasta morir de sufrimiento”.
¿Qué otro significado podría tener aquella flecha?
Esos eran hasta este actual momento, los pensamientos de Daniela. Juzgue (Sí es que el lector es digno de un juicio de confianza) si ella estaba o no en un error. Atrévase el hipotético lector a inclinar la balanza hacia donde mejor comparecencia le convenga a su hilo de relato. Pues cada quién tiene su percepción de las cosas, su sentido relativo de una historia. Y ésta, tampoco es la excepción.

Ahora bien, pueden existir una y más vertientes de la flecha clavada al corazón, o, para mejor uso del lenguaje: El dibujo de una flecha que atraviesa a un corazón.
Los o las más románticas –que podría ser también usado como sinónimo de ‘tonto’ o ‘tonta’- dirían que la flecha es con la cual cupido se encargo de unir un corazón partido en dos. Pero a Daniela, esa versión no le convencía del todo.
Otros más inteligentes o más ‘razonantes’ observarían históricamente el desarrollo de singular dibujo con el que un querubín haciendo uso de su arma letal de amor, engancha al corazón –por siempre símbolo predilecto para ensalzar al ‘amor’- para perderlos en el arrebato de un romance que durará por siempre, por los siglos de los siglos y amén. Una idea así, sólo puede ser concebida por los griegos, a quienes por mucho, debemos los rasgos más significativos de nuestra cultura. Cultura de manera global, o sea, mundial.

Pero dejando esos pensamientos atrás, pensamientos absurdos y filosofías de basura. Nos concentramos de nueva cuenta en el cortejo de Daniela y sus intenciones a paso galopante y acelerado. Conjurando la vocación sexual aprendida por muy poca experiencia, se dejo llevar al arrojo de su lengua con la de aquel chico, que denominado ya era de mote: “novio”.

Él, en el calor del ambiente, le invitó a un lugar más privado, más íntimo; como por ejemplo, su casa. No la de ella, no, eso es improbable e imposible por los mojigatos ideales y principios de sus padres. Nos referimos a la casa del susodicho, del novio.
No sin antes advertirle a nuestra princesa de cuento etéreo, que sus padres se hallaban de viaje, que por lo tanto nada ni nadie podría molestarlos en el transcurso de la tarde. Eso, sí ella accedía a la invitación. Y así sucedió, ella accedió.

Nos remontamos a esa tarde y en la misma, Daniela se encargó de hacer dos llamadas: Una para su amiga Aidé y otra, con destino a su casa (Ahora si nos referimos a la Casa de Daniela).
Uno: La llamada para su amiga Aidé, era para cubrir las apariencias y encubriera su salida de esa tarde para con sus padres (Los de Daniela), es decir, en pocas palabras, para que los padres de Daniela no se preocuparan por su ausencia en el seno del hogar. Rogándole a su amiga, que dijera todo lo más creíble posible y de forma más que convincente que pasaría toda la tarde y gran parte de la noche con ella. Aidé, de manera confortante, aceptó.
Dos: La llamada segunda, por obviedad y lógica, fue hecha a la casa propia. Para avisar a mamá y papá, que lo más probable era que no llegará a la hora de comer, que dejase todo como estaba para la hora de la cena.




Este es otro escenario:


Daniela acomodándose en un sofá reclinable de color negro. De manufactura en piel para ayudar al lector a darse una idea más propia del sitio en apoyo. Situado en el lugar central de la casa, sintiéndose dueña y señora del lugar. Él, ahora en la barra sirviendo unos tragos para ambientar un escenario romántico, además de tener un doble propósito, el de no dar pie al arrepentimiento de la mujer que tenía al alcance. Porque es así, además, como en las películas el hombre protagónico seduce a su mujer, siempre antagónica.
Fueron dos vasos repletos de un vino blanco del año 1973, líquido blanco, de una finura que se confundía con lo transparente de la copa alargada en cuello.
Él pensó: “En la etiqueta decía ‘De buena cosecha, Francés’, debe entonces de ser bueno”. O al menos, lo sería para una niña de apenas contados diecisiete años, la que seguramente no tenía ni idea de lo que estaría tomando y menos dada su condición social. “Una noche para obtener sexo y ya”. Al menos, como al principio se decía, pensaba él.

Hacemos un breve paréntesis para poner en antecedentes al lector.
(Una revista de sexualidad enseñada por Aidé días antes, le había prevenido a Daniela de contar siempre con un condón o píldoras para aquellas ‘ocasiones especiales’. No se olvide también el lector de tomar nota de este consejo práctico, que por eso andamos como andamos, nada más pariendo gente. “Sí, Aidé había sido un gran muro en el cual poder sostenerse de tantas dudas. Y no seré yo, quién defraude su confianza recaída en mi.)

Ella pensaba en ese apartado paréntesis. Mario llegaba con los tragos del Vino Blanco Francés cosecha de 1973. ¡Gratos recuerdos vertidos sobre esa bebida! Quizá Daniela fuera pobre, quizá Daniela no tuviera conocimientos de bebidas, pero ésta, la conocía bastante bien. El Vino favorito de Aidé. La burgués.
Millar de veces había sido probado, otorgando a Daniela la voz de la experiencia al tomarlo.
“¡Brindemos!” Así, sin más, apurando las copas al gusto de la lengua, de los labios –no precisamente en ese orden, claro está-, un brindis discreto, condescendiente para una pareja de enamorados.

Una vez pasado el trago, los brindis repetitivos y los ensalzamientos hacia lo delicioso de la bebida. Comenzaron a caer las prendas escolares: Primero una falda gris de líneas diminutas en tonos verdes creando un cuadriculado en la tela, dejando así al descubierto unas bragas azul cielo. Secundado por una camisa, ora la blusa (ambas prendas en color blanco) ora unos pantalones grises.
Las caricias se volvían cadenciosas, más y más atrevidas conforme el ritmo de los palpitantes corazones y el exceso de adrenalina en el cuerpo. Él, metiendo la mano bajo la pantaleta, mientras jugueteando estaba unas lenguas por encima de los labios. La parte más difícil del relato se presenta ahora, cuando para el desencanto de ella, sacó a la superficie un miembro tan pequeño que haría bajar el libido de cualquier mujer por muy encelo que ésta estuviera.
Como dirían ellas: “No ha dado el ancho”. Como contestarían ellos: “No importa lo grande ni lo grueso si no el tiempo que dure…”, el amable lector sabrá concluir a feliz término la frase.

La pasión de ella, terminó. Desapareció, se esfumo como lo hace una rana al momento de sentir invadido su espacio, su lago, su hoja en un pantano. Ya no le dejó desabrochar el sostén para dejarle ver sus bien redondos pechos. Y ahí lo dejó. Como un candil en la oscuridad de una calle. Intrigado en la penumbra de una sala imitando un cuarto para ambos. Logró vestirse con más rapidez que con la que fue desvestida. Perfilada ya hacía la puerta, escuchó cuando el rumoroso estruendo de un él enojado, le exclamaba: “Eres una Puta”.
Daniela, sonrió. Con una mueca de alegría, guiño para su adentro y se dijo: “Sí, lo soy”.
Sobrado está decir, que aquella tarde relatada, fue el final de esa relación. Una, en la que no cabía un Adiós. De eso ya nos daremos cuenta más adelante.

Pedro. ¡Ah, Pedro! El cartero. Salía de la casa de Aidé para cuando Daniela iba haciendo arribo en su presencia. Ambas se sonrieron. Una de esas sonrisas de complicidad, de juego encubierto, de recelo bien conocido. Aidé, la invitó a pasar.
- “Ahora si, cuéntamelo todo, Perra”. – Decía ésta con euforia nada contenida y con deseos de conocer cada detalle, cada minucioso detalle de lo ocurrido en casa de Mario. – “¿Tan poquito te ha durado el gusto?”-
- “No quisiera ni acordarme.”- Le contestaba una Daniela en tono quejumbroso, como el de una madre decepcionada y herida en orgullo. –“Lo mejor será contarte con unos tragos de cerveza”-
- “Tienes la actitud, chica, así será. Con alcohol en nuestras venas, con zumbidos en nuestras cabezas, pero mientras traigo el preciado líquido, cuéntamelo todo y no me dejes con la duda que atormenta”.-
Con la bebida fría y espumosa, llegó el relato de Daniela, con éste, las risotadas de Aidé.
- “No me cabe la menor duda, de que eres una chica exigente”.-
Una frase consoladora de la devastadora escena que describía Daniela anteriormente. Le sonrió agradecida y le dijo: “Aidé, si no supiera que tienes razón, ahora mismo me sentiría peor”. Pero no había razón para ello.
Daniela era exigente y punto, no iba a conformarse con naderías.

(…)


(La Dulce Ángela)


Sentía en cada paso el enorme peso de un pecado terriblemente acometido hacia su persona. Aplicado en su cuerpo, devastando su espíritu y destrozando su dignidad. Se maldijo hasta el llanto, arrancando con éste las últimas páginas en las que había descrito su arrebato, que como el mismo adjetivo lo indica, es desesperado. Prendió una vela –decorada bellamente con un dulce ejemplar azul de un delfín- y dejo que la deshonra ardiera en la diminuta hoguera de redención. Evitando así, seguir sintiéndose culpable.
Ya se lo podía imaginar: Una cara de decepción por parte de su amado, de su seminarista, sí algún día llegase a contar toda la culpa que sentía. ¡Nunca nadie lo sabría!

Sólo se obligaba a albergar odio. Un odio desmedido por la mujerzuela que obligó indirectamente a cometer tal ultraje vergonzoso a su cuerpo. Odiaba a Daniela, más que nunca, más que siempre. Y sí alguna vez había un vestigio de una amistad entre ellas dos, ya mismo podría dejar de verse pendiente de un delgado hilo. Ya no estaría esa amistad flotando en el limbo, con dudas, con martirios, con leyes de hielo o actitudes de roca. Aquella amistad, podía irse al mismo infierno. Al fuego eterno donde mujeres como Daniela, como Aidé –que ya era su inseparable- pertenecen.
¡Ojala que ese fuego abra sus cuerpos y los queme, los deshaga en furia destructiva e indecente, como sus mentes lo son, como sus cuerpos poseen!

Ángela, empezaba a enloquecer.

(…)

- “¡Ey, Pingüino! ¿Cómo estás?; Ha pasado mucho tiempo del que no te veo. Pero, ¿Qué haces aquí? Encerrado entre paredes de Santos, roca y hierro.”
Fernando es el mejor amigo de Alejandro, nuestro seminarista obsesionado con el aroma de Daniela y esa mirar eterno que brota de sus ojos.
- “Fernando, ¡que grata sorpresa! Aunque ya te he dicho que no debes llamarme por mi antiguo apodo de ‘pingüino’. Nadie se acuerda de él, y no quisiera que algunos de nuestros feligreses se valga de eso para perderme del poco respeto que poseo.”

Del mutuo acuerdo de apodos y nuevos nombres, Fernando pasaba a relatar sus problemas, los cuales le habían traído de vuelta ‘al sendero correcto’, de nuevo a la iglesia a pedir encarecidamente a los Santos colgados que le sirviesen de ayuda y le devolvieran la dicha del pasado. Su negocio estaba en graves aprietos, su esposa se encontraba cada vez menos accesible por la cuestión del dinero. Lo que la movía y la sigue moviendo hasta estos momentos. Si me quejo de quiebra me deja, si miento que me recupero, conmigo se queda. Fernando estando atrapado en un dilema. Una vida que es más muerte por la espera. Y el consejo de un Alejandro, antes pingüino, que pura oración le aconseja. Pues así son los siervos de Dios. A grandes males, pequeños y monótonos rezos.

El amigo en desgracia agradeció el gesto del buen samaritano seminarista, y dispuso de una banca para hacer lo aconsejado. Ella entró. Esa ‘otra’ esa ‘ella’, como siempre cada tarde lo hacía desde la puerta principal de la iglesia. Con la única diferencia que sus ojos desprendían ahora una infinita tristeza.

“Inútil es seguir viviendo si no lo tengo” pensaba, mientras avanzaba hacia delante. Hacia altares perfectamente adornados de rosas y veladoras. Con cuadros que le salían al paso, cuadros barrocos, estatuas vacilantes de Santos prodigiosos que consuelan al herido, que reciben al muerto, que curan al que se dice tener todas las enfermedades y ninguna. Con un Dios pintado en túnica blanca con largas barbas canas. Diciendo al que es honrado y por ende, pobre: “Rico eres, porque buena salud posees”.

Y Ángela, tan estricta mujer con sus principios, recalcándose: “Soy una deshonra, no pertenezco aquí, no soy digna de seguir poniendo siquiera un paso aquí”. La iglesia estaba a esas horas vacía -¿Qué horas? Dirá el lector, imagínese una hora de menor afluencia en un recinto como el antes descrito. Será como las cuatro p.m. o cinco p.m.-, con una excepción, la excepción de la penúltima banca, vista desde la entrada.
Un hombre, que a simple vista se puede notar, de los que han perdido la fe y la intentan recuperar, mantenía éste la mirada gacha, estaba hincado, probablemente e intuitivamente, de profesión ‘rezando’. Y esa ‘otra’ esa ‘ella’, sintió, que si los pensamientos pudiesen verse en tres D, los de aquel hombre estarían también hincados, pidiendo clemencia y piedad.

Por un segundo, sintió la necesidad de hacer lo mismo. Dejarse caer en el respaldo al suelo para las rodillas que de las bancas pendían, sintiendo que dejaba una parte de su cuerpo en cada ruego, en cada ofrenda de piedad, de indulgencia. Eligió una banca paralela a la del hombre –nuestro Fernando-, a su otro extremo, para que éste no pudiera notar el deseo de no ser egoísta en su atención por Dios. Así, estando a una distancia “a la par” y benigna para ambos. Ni más lejos ni más cerca de Nuestro Señor. Que aunque no hace diferencias entre humanos, entre seres en busca de caridad y sanatorio de heridas, tampoco es tan paciente para no volverse loco con dos personas hablándole al mismo tiempo.

Y ahí quedaron los dos. Cada quién pidiendo perdón por los pecados que sintió que cometió.
Que algunos pecados más grandes, que de otros menos serios. Pero en cada persona, sin lugar a dudas, relevantes.

La mirada de Ángela y Fernando, se encontró por una fracción de segundo. Y en ese segundo se quedó en todo el espacio y en toda la bóveda celestial de una iglesia en la que ya nadie se acuerda de rezar.

(…)

FIN CAPÍTULO III






Karla Nerea Valencia

1 comentario:

Anónimo dijo...

AHORA SI!!!!!!, POR FIN TERMINE DE LEER LOS PRIMEROS TRE CAPITULOS, PARA ASI PODER PONERME AL TANTO FALTANDOME SOLO UNO. DESPUES A ESPERAR EL QUINTO, SI ES QUE LO HABRA, POR QUE AL IGUAL QUE "LA EFICIENCIA DE LA MUERTE", ESTA HISTORIA ME DEJO CON GANAS DE SABER QUE PASARA. HAS GANADO UN LECTOR, ME ENCANTA TU TRABAJO. ME FALTA MUCHO DE LO QUE HAS ESCRITO, PERO ME PONDRE AL CORRIENTE.
SALUDOS!!!!