El Pordiosero
Y La
Pared
Un pordiosero va tropezando por las calles de una ciudad sin nombre (para efectos del tema, esto es poco importante). Topa con pasadizos desconocidos y apenas visibles por la niebla que sólo a sus ojos va cubriendo en su caminar. Topa con estereotipos de personas que él siempre se negó a ser. Hasta que por fin, topa con pared: Le pide matrimonio y en su cara se dibuja la brillantez de quien se sabe enamorado.Y La
Pared
Ese hombre debiera de estar loco;
¿Qué cómo lo sé?
Es tan sencillo: Primero, porque sólo un loco pide matrimonio. Y segundo -y no menos importante-, porque sólo un loco se lo pide a una pared.
Pero esta no es una pared cualquiera, no señor. Esta pared está llena de historias. Historias de parejas que han ocupado su firme cimiento para acurrucarse y demostrarse, con todos esos artilugios que las manos proveen, su afecto. El pordiosero envidia eso.
Sopesa la situación en una balanza desproporcionada de justicia: Sopesa grandes cosas y por nada se convence de estar en lo correcto. La gente sigue pasando a su lado, algunas se detienen y observan lo patético del escenario: Un hombre y una pared charlando. Otras personas más, se detienen para saludarlo, se ríen de su estado y los niños, los niños siempre con esa ternura que los ha caracterizado, le lanzan sonrisas y con ellas, la poca esperanza de esa nada que esperan a tan corta edad. El pordiosero envidia eso.
El tiempo no importa, las horas no existen, los minutos se han desvestido y se han vuelto a acomodar en el lugar al que siempre les ha pertenecido, esto es: en la eternidad. El tiempo es así, un artefacto carente de sentimentalismos que nos convierte en seres fríos; que nos hace preocuparnos de cosas sin sentido… sin sentido aparente. El tiempo es así, funge como freno al sentimiento. Nuestro pordiosero jamás podría envidiar eso.
Tiene familia, como muchos de aquellos en la ciudad. Tiene esposa, hijos, nueras, suegra, suegro y todo el paquete familiar que trae consigo el compromiso matrimonial. Por eso se ha detenido en esta apartada esquina, por eso desea compartir su vida con esta pared que parece, lo ha estado esperando toda una vida. Por tantas cosas el quiere deshacer lo andado y volver a establecer sus cimientos, perfectamente acoplados, con esta pared del olvido. Nuestro pordiosero envidia olvidar.
Algunas voces suenan en su cabeza. No es de extrañar; el pordiosero está sobrio y no es normal lo que en su mente empieza a escuchar. Le iría mejor por el camino de las copas. Le iría mejor por el camino del secuestrador de historias. Le iría mejor, si dejara de pensárselo tanto, y se casara con ese enorme concreto enfilado hacia el cielo. El hombre envidia eso, llegar al cielo.
Cuatrocientos cincuenta días de asueto. El pordiosero ha visto la lluvia caer y caer, sin detenerse ni un solo momento. Quizá, piensa, son las lágrimas que él se ha cansado de sacar del velo triste de sus parpados. Quizá, sabe, que nada tiene de coherente en lo que pueda imaginar, pensar o divagar. La gente, le ofrece un techo, al menos, uno público donde pueda resguardarse de las gotas insistentes. El hombre envidia eso, la insistencia.
Necesita apresurar su proyecto. Tomar al toro por los cuernos.
Escalar poco a poco esa barda, esa pared, esos bloques de cemento que se alzan al cielo en una ciudad apartada y sin nombre. El hombre envidia todo eso: La constitución de fortaleza, alzarse al cielo y el que todos desconozcan su nombre. Pero nada de aquello, nuestro pordiosero, puede tener.
¿Qué moraleja se puede obtener?
Lo de siempre, lo que usualmente pasa por nuestras mentes: Olvidarnos de lo que tenemos y dejarlo, por la obsesión de obtener algo nuevo y muchas veces, desconocido. No digo que sea algo malo, no digo que la locura de nuestro pordiosero sea contagiosa. Pero ahora mismo, se ven personas corriendo de un lado a otro de esta ciudad. Corren porque tienen miedo, porque ha empezado a temblar la tierra. Los hombres parecen juguetes, se les ve por la espalda los hilos que desde arriba, en lo más alto, alguien los mueve. Las mujeres, desesperadas, toman y cubren con sus brazos a sus hijos. Hijos que chillan despavoridos. El pordiosero ahora se sabe cuerdo: No tiene la necesidad de correr hacia ningún lado, no necesita desesperarse para encontrar la salida, no necesita llorar sin nada remediar. El hombre envidia envidiar.
Este pordiosero ahora sabio otrora muerto, ha sido convertido en leyenda del lugar, de esa ciudad sin nombre y que ahora, ha sido bautizada con el nombre de ese Santo. Yo, voy en busca de encontrar mi lugar, de establecer mis prioridades, de encontrar mi pared que me resguarde de lo loco que se ha vuelto el mundo, todo al revés. Voy en busca de encontrar mi llanto, mi envidia, mis temores, mis rencores, mis remordimientos, mis días de asueto, mis horas, mi tiempo, mi eternidad…
Yo voy en busca de encontrar mi pared. El pordiosero ahora muerto, seguramente, nada de lo que yo tengo, podría envidiar.
¿Quién, dentro de la nada, su pared ha podido encontrar?
¿Quién se ha olvidado del tiempo, para convertirse en alguien como mi pordiosero?
¿Quién se ha vuelto el pordiosero de alguna ciudad?
¿Quién ha envidiado todo lo que podría envidiar de los demás?
Yo… por esa razón, tengo lo propio, para no envidiar lo ajeno.
Sea mucho sea poco… La moraleja de todo cuento, es la humildad y la capacidad de observar a los demás, sin poderlos envidiar.
¿Qué esperas tú, para poder cambiar?
¿Qué esperas tú… para ser la pared de alguien más?
Escrito:
Karla Nerea Valencia
Karla Nerea Valencia
1 comentario:
Chingón de nuevo. Este texto me ha marcado porque me recuerda a algo que viví hace unos años. No lo vas a creer. Por mi casa hay una barda que "encierra" el fraccionamiento donde vivo. Siempre paso caminando por ahí. En una ocasión me encontré un pordiosero que llevaba varios días rondando la zona. Ese día en especial estaba sentado frente a la pared. Estaba mirando un camino de hormigas llevando hojas a su hormiguero. Cuando pasé la primera vez (de camino a rentar peliculas), él estaba hablando con ellas. De regreso (muchas horas después), ahí seguía pero estaba recostado sobre la pared. Tuve una sensación muy extraña de describir. Me acerqué y me di cuenta que estaba muerto. Lo juro.
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