LA EFICIENCIA DE LA
MUERTE
III
MUERTE
III
ANTECEDENTE
El padre abandonó la casa cuando se presentó la primera oportunidad. Hizo las maletas a las cinco y media de la madrugada; le esperaba un largo viaje fuera de esa ciudad enrarecida por un mal de quien nadie sabía nada.
Le dio un último beso a toda su familia, a la esposa dormida profundamente en la cama matrimonial que han compartido a lo largo de diez años, a los pequeños hijos de mirada inocente que yacían inmóviles en sus cuartos. Carolina de tres años, la de rizos castaños, de ojos claros y mirada franca. De Jesús Antonio, de seis años y al que más le dolía dejar en el abandono. Nadie tenía la culpa, nadie debía sufrir por la perdida que aunque mortal, no dejaba de ser perdida. Era mejor dejarse saber desde la lejanía, que no tener noticias nunca desde un ‘más allá’ del que nadie regresa, del que nadie sabe y todo, sin embargo, se conoce.
Esa lejanía, es la de la muerte.
La que a todos espera, aunque ahora con más impaciencia en la ciudad de Sitio.
Alfonsina, despertó cuatro horas después de la partida del marido, sintió por vez primera lo que es sentirse abandonada en una soledad en la que nada tuvo que ver. A lo largo de todo el matrimonio, habían reñido, habían gritado, habían maldecido por engaños, por decisiones mal tomadas… Pero nada que haya causado una separación como la que ahora dejaba él. Con los pliegues de una sabana tan fría, tan invadida de recuerdos, del calor que antes existía. Alfonsina, en el recuerdo de esos diez años, jamás se había sentido con tanta soledad en su alma, en su corazón que seguía latiendo con el sólo hecho de pensar en él. Pero así se presentaba ahora su realidad, con la soltería justificada por una muerte que tarde o temprano le llegaría al amor de su vida, por una tonta ironía. Su decisión era justa, era comprensible. ¿Quién no escaparía de una muerte segura –que aunque toda muerte lo sea- si tuviera la oportunidad de hacerlo?
CAPÍTULO
III
III
La vida no parecía volverse sencilla. Por un lado la huída, por el otro, niños que desamparados esperaban el transcurso de los años para una muerte que vendría tarde o temprano; tarde o temprano al pasar de sus doce años. Pero sólo para el joven Jesús Antonio.
Al día siguiente supieron que el papá se había ido, que había escogido la salida fácil, o la que se pensaba era la más fácil: Escapar de ese lugar de maldición.
Por otro lado, Jesús Antonio no se desesperaba. Caminaba tranquilo por las calles de Sitio, en busca de la que pudiera ser la próxima víctima. Es así como sus pequeños amigos se dieron al jugueteo de adivinar quién podría ser el siguiente que muriera en la ciudad. Buscaron en parques, en oficinas federales, en cantinas y bares, en hospitales, con los militares, en escuelas públicas, en escuelas privadas, en iglesias, en conventos… Y en ninguno de todos ellos pudieron intuir cual sería la persona elegida para ocupar las largas filas de fallecidos que esperaban por ser enterrados. Enterrados en panteones saturados.
Con mujeres robustas cansadas de tanto cavar, de tanto pico y pala para un agradecimiento que de nadie llegaba.
No pasarían más de veinticuatro horas para entender que el Padre se había reunido en otro casa, en otra ciudad, en otro lugar de residencia en el que podía esperar un cálido recibimiento. No pasarían menos de doce horas para entender que se trataba de otro juego, de otra artimaña para saciar el fuego, para esconder bajo el pantalón el verdadero motivo de su salida de Sitio. La visita de un padre que había halladose ausente durante toda mi infancia y ahora regresaba. “Vengo compensar la ausencia que te faltó durante tantos años, vengo a hacerte compañía por todas esas noches que olvide pasar a tu lado”, fue lo único que me dijo al posar su mano sobre mi rodilla. Los dos, sentados sobre una fría cama en un otoño difícil de olvidar.
Se suponía que al transcurrir de los días, de las noches sintiera la paz que toda mi infancia me faltó. Se suponía que debía sentir la seguridad, la fortaleza del alma al estar con una persona que te ama. Esa seguridad que se siente al estar rodeado por los brazos fuertes paternales, que te cubren, que te dicen sin hablar que siempre que los necesites ahí estarán. Pero mi padre no llegó a dar esa protección, no buscaba nada más que escapar de una muerte que le llegaría en cualquier lugar que el se encontrara, pero no mientras pudiera saciar su hambre sexual de varón. No había cumplido recién mis trece años de edad cuando se apareció en mi cuarto para raptarme a la cama matrimonial, la misma donde hace pocas noches compartía con mi madre. Y me quitó la ropa, con el pretexto de notar como mi cuerpo había cambiado, de cómo me había convertido en todo un hombre. “Como ha crecido mi muchacho” susurrante en su voz a la cercanía de mi oído. Me tomó entre sus brazos, me dio un fuerte apretón y al acariciar mi pelo, mientras sus labios con los míos se unían en un beso… Él murió.
Las últimas palabras sucedieron tan deprisa, que logró captar mi curiosidad que días más tarde lograba saciar: “Es por la jodida maldición”.
Mi duda en los días que le siguieron a su muerte, se iba acrecentando. Cuento todo esto en primera persona, porque son memorias pasajeras que no deseo que se escapen como ese último tren que me llevara dos meses después a la ciudad ‘maldita’, como le llamaban los que permanecíamos ajenos a Sitio.
Llegué sin saber que hacer, ni que pensar ni que sentir. La familia del infame hombre que me despojó de la inocencia debía ocupar una de las tantas casitas pintadas de blanco con tejas de barro. Toda la ciudad era un encanto, un escenario que parecía editado para ser irreal y un espejismo de sí mismo.
BREVIARIO
En esta parte de la historia es justo que el lector, o hipotético lector se percate de algunos antecedentes, como bien se advirtió al inicio de la lectura. Es el momento pues, de abrir ese paréntesis que habría de quedarse en una intermitente. Hasta ahora se ha malinterpretado el hecho de que Sitio sea el lugar que la muerte ha elegido para hacer víctimas al gremio masculino. Se ha dicho o pensado erróneamente que la historia, la narración en sí misma, está tomando un matiz feminista. El lector debe disculpar está idea mal encaminada, será que no se ha podido concretar el punto al que se pretende llegar con todas estas líneas por el momento mal delineadas. Es necesario entonces que se aclaren las dudas y el por qué de todos estos hechos simulados. La idea en concreto, es y será siempre, dar a demostrar que existen diferentes tipos de muerte, diferentes maneras, entonces, para morir.
Y las cosas no están como para fantasear, pues se ha visto que en ciudades existe el caso de dar muerte sólo a mujeres, aclarando, que es por propia mano del hombre. Más no es pretensión abundar sobre aquello. En este mismo instante un varón está muriendo en una esquina intoxicado de tanto dolor, de tanta amargura que lleva en el pecho, en el hígado, en el intestino que le supo a bien fallar después de ingerir cantidades enormes de comida, de alcohol que le hiciera olvidar. Es un curioso dato, que yo este perdiendo el tiempo en esta explicación, cuando Sitio está rodeada de desolación y siguen siendo las mujeres quienes intentan poner en pie de nuevo la alta reputación que se ha ganado el pueblo, el estado desde su fundación.
Me permito hacer extensiva una disculpa, antes de proseguir con el relato, una disculpa sincera para los que se han sentido ofendidos con su sexo por nacimiento, por su desdicha de nacer varón y que sea ésta misma, que les traiga tanta mala intención por parte de su verdugo, ya mencionada.
(...)
Me encontré entonces en tanta sed de agonía, de tristeza por cada camino, por cada piedra sometida a mis pasos. Pensando por las noches que mi melancolía de ser un hombre ultrajado por la mano de otro hubiera sido la mayor afrenta, cuando todo este pueblo, y toda esta ciudad rodeada de maldiciones expeditas se encuentre ahogándose en la desesperación de encontrar una salida, una solución. Mi vida que pensaba herida, era apenas una cicatriz que iba poco a poco encontrando una cura, una reencarnación por sí misma; nada es tan difícil cuando se llega a comprender que la pócima secreta se encuentra en la decisión firme de olvido. Ya nada parecía imposible, ya nada me parecía increíble.
Las personas mueren, los hombres van muriendo uno a uno, la noticia se expande a otras llanuras, a otros montes a los que es complicado de llegar. La revista tuvieron a bien informar:
«Las cifras no mienten ciudadanos, las estadísticas aún están jugando de nuestro lado. Se ha decretado que la información que antes nos era prohibida, ahora salga a la luz publica. De 40’000 mil de sexo masculino que habitan Sitio, se ha hecho el estimado que 15’000 han ido muriendo. Y de ésa, 2’000 son jóvenes entre los doce y veinte años. 8’000 rondan los veinte y treinta años. Y el estimado restante, son los veteranos, los clasificados como adultos, como ancianos. ¿Hasta cuándo la desgracia nos irá alcanzando? Para más información, favor de remitirse a las oficinas del Palacio Municipal, que de Palacio nada queda, sólo un largo pasillo de caos, con cimientos que se van desmoronando.»
El niño apenas y lo miró. Un adolescente que en sus ojos tenía de todo, menos miedo a la muerte. Era extranjero, nunca lo había visto por las calles que miles de veces transitó. Jesús Antonio descubrió entonces, que aquél joven era extranjero, como si en su espalda y pecho llevase un letrero de “extraño en el pueblo”, fue apenas una mirada pasajera, una que a los treinta segundos se olvida. Quizá, diez segundos fueran ocupados pensando que ese extraño fuese la siguiente víctima y otros diez en pensar, que también era probable que fuera el victimario. No sonaba tan descabellado en su corta edad. La muerte que jamás se había dejado ver, era tal vez, la faz de aquel adolescente que leía tan atentamente los diarios; viendo así, que su obra maestra estaba en perfecto estado, ejecutándose perfectamente, palmo a palmo. Corrió para dar alcance a sus amigos, que apenas y se habían percatado de su ausencia. Llegaron al centro de la ciudad, el escenario que se hallaba transformado en sala descomunal para la población femenina. Donde se concretaban ideas, donde se exponían otras, donde se desechaban las más absurdas, donde todo ya era más normal que inimaginable. Lo único bueno que tenía todo aquello, era que la unión no se había hecho esperar. Ahora todos parecían pegados, familiarizados por un mal en común.
Nunca se hubiese imaginado que su madre se hallara discutiendo con otras cinco mujeres, haciéndose notar, intentando que su voz sonara más alto que la voz de las demás. Su madre había cambiado, ya no era la mujer abnegada que por las noches leía cuentos, o le contaba la leyenda del Comandante Miramonte. Tenía ahora otras prioridades, otras ocupaciones que le habían alejado del lecho inocente de un hijo que exigía una canción de cuna para poder dormir, para pegar el ojo. Los amigos notaron la mirada puesta en la señora que compartía puntos de vista con sus respectivas progenitoras, le dijeron: «No debes preocuparte… Aún no es nuestra hora de morir» Serían palabras que Jesús Antonio recordaría años después, a punto de cumplir los doce años y con la amenaza de la muerte sobre sus costillas.
KARLA NEREA VALENCIA
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1 comentario:
BUENO, YA LEI LOS TRES CAPITULOS. ME ENCANTO LA HISTORIA, PERO NUNCA LE ENCONTRE FEMINISMO A LA HISTORIA. ME GUSTA MUCHO TU ESTILO. AUNQUE HONESTAMENTE ME HAGO BOLAS EN ALGUNAS PARTES. AHORA TENGO MI INTERES CENTRADO EN LA HISTORIA DE "DANIELA" AVER SI ME ATRAPA IGUAL QUE ESTA.
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