La Eficiencia De La
Muerte
Muerte
Era inútil tratar de encontrar una explicación. Los habitantes de una ciudad, tan pasiva desde los años de su fundación, despertaron inquietos. Como si en el aire se respirara un presagio de que algo fuera de los parámetros de la normalidad sucedería. Era un sentimiento generalizado de confusión, de inconsistencia. Las personas caminaban con la incertidumbre de que algo estaba fuera de lo normal, como si de repente de esa noche pasada, a la mañana hubiesen sido invadidos y conquistados por otra civilización de la que desconocían prácticamente todo. Quizá no estuvieran tan equivocados. Había alguien, sí, pero alguien que ni remotamente sospechaban. Era algo inútil tratar de asimilar esta nueva situación de desagrado compartida por toda la ciudad –Misma que deben perdonar que omitamos su nombre real, por razones de lógica ante la gravedad de la situación que a continuación se presentará y se entenderá más adelante haciendo un breve paréntesis-, a la que tendremos a bien llamar “Sitio”.
No hubo transcurrido más de medio día cuando la población abrió los ojos ante un problema de desmesurado tamaño. Hombres, como si fueran apuñalados por la espalda, comenzaban a caer muertos como si la mano asesina se tratará del viento que se respira. Uno a uno en progresión secuencial iban muriendo. Las mujeres, de las que ni un solo caso de deceso se había presentado en su gremio, no paraban de poner el grito en el cielo al saber que el próximo fallecido podría ser su Padre, sus hermanos o su esposo. Padres que querían tranquilizar a sus hijos, hijos que lloraban despavoridos ante la inminente presencia de la muerte, y esposos que deseaban pasar más tiempo del que jamás hubiesen pasado cerca de su familia. En pocas horas Sitio dejaba la pasividad para volverse a un caos nunca antes visto. Las madres, las hermanas, las hijas de familia se consagraban a la tarea de encontrar la explicación de por qué la muerte había decidido emprender una campaña contra el sexo masculino. Por qué de repente, toda la ira se desprendía en el descendiente de Adán y sólo dejaban a Evas pecadoras sobre esta Tierra. La duda existencial cernía sobre las cabezas más renombradas: Filósofos, Médicos, Hombres de Fe y ortodoxos, Políticos, Millonarios, y hasta hombres sin el menor grado de eficiencia en la sociedad, personas incultas, bohemias, de esas que pasan por el mundo sin pena ni gloria, más que con una idea brillante una vez al año y que se pierden en brindis pausados.
¿Y cómo se tenía la seguridad que fuera la misma muerte la causante de esos agravios?, es decir, cómo ostentar que una deidad tan escondida y la vez tan presente en la historia fuese el verdugo que de buenas a primeras salía a impartir justicia en las calles de Sitio. En algunos momentos las cosas más racionales se suelen encontrar en instantes absurdos que se denominan a su vez: “Golpes de suerte”. Es por bien sabido que la suerte no existe, tanto así como la bendita casualidad. Pero en estos temas no nos hemos de comprometer por ahora. De los pocos varones que eran perdonados por la mano justiciera de la muerte, estaban los recién nacidos y los niños menores de once años. En toda historia es necesario explicar los nexos de una persona con otra, los parentescos de un individuo para con otro, de un habitante en su relación con alguien más. Personajes más llegarán al relato, mientras tanto, lo único que ahora nos debe importar, es que fue precisamente un chiquillo de once años (rondando el límite de edad en que era perdonada la vida) el que encontró la respuesta, pero con ella, la susceptibilidad con los demás.
En honor a la verdad y la justicia, creo que es verdaderamente necesario, darle un nombre a nuestro héroe, y no abandonarlo en el anonimato; el joven que por nombre llevaba: “Salvador”. Niño de poco renombre ante Sitio, del que casi nadie conocía historia ni desdicha de su vida. Pero fue precisamente él, quizá el afortunado o desafortunado que conoció la cara de la muerte, o la cara que ésta quiso dar ante él.
Llegó corriendo ante el consejo de familias que se reunían en algún hora incierta de la tarde, para contar con precipitación que la muerte le había hablado, que le había contado paso a paso, con lujo de detalles, todo lo que se proponía hacer con los habitantes varones de Sitio. Surgió con el aire entre cortado a los pies del Gobernante de la ciudad, y fue éste que le pidió tomara calma y no se precipitara en el relato, del que era necesario saberlo todo sin perder huella de cada palabra y cada movimiento que esa persona que ostentaba el título de muerte, le había conferido en confianza –que era de bastante dudosa procedencia-. No bien se hubo calmado, Salvador comenzaba su relato ante una gigantesca ola de gente y personas de alto rango y alta sociedad. No sin antes ver como un hombre al final de la plaza se desmoronaba y caía muerto.
“Me ha dicho una dama de muy negra mirada, que está cansada de la civilización sin progreso que se ha dado por ‘buena vida’ en Sitio. Que la población necesita un escarmiento y será ésta, la única que tenga a buen saber que la muerte se vierte solamente sobre los habitantes varones, excluyendo así, a todas las mujeres que hayan crecido o vayan naciendo en esta ciudad.” El gobernante interrumpió el relato al descubrir la incongruencia: “¿Cómo es posible que vayan naciendo más mujeres si en la semilla depositaria de la vida, es necesaria la participación del varón?”, más el niño, Salvador, dio la respuesta: “Es precisamente lo que ya había pensando, pero es necesario que recapitulen sobre lo que les he contado, para entender que solamente serán los habitantes de esta ciudad, los que han de morir, no los de otros países o ciudades a la redonda”. Un hombre más, está vez miembro del parlamento de Sitio, era el que caía desmoronado en su silla de rector, para jamás volver a despertar.
La ciudad quedó estupefacta. Los hombres de justicia que aún quedaban, mandaron llamar a especialistas en retratos hablados. Pidiendo así, a Salvador, que describiera ante ellos, las facciones de la que se le había presentado como “la muerte”.
Un trazo por acá y otro por allá, una vestidura en negro gis en el vestido largo que describía el niño, y de repente, nada… El sueño eterno vertido en el hombre del lienzo.
La labor se hacía imposible, Salvador no sabía ni leer ni escribir, mucho menos capaz de sostener un lápiz, bolígrafo o cualquier cosa que sirviera para la tarea de descripción en lenguaje escrito sobre un papel, para el reconocimiento de la muerte. Además, teniendo el poder del que era capaz, se dudaba que alguien con toda la humanidad, pudiese hacer algo en contra de ella. Las cosas no se hacían más fáciles. Las morgues, los hospitales, los bomberos, las funerarias y panteones, se hallaban atascadas de hombres muertos. Mismos que a su vez, eran los propios dueños. Las mujeres no sabían que podía pasar. No ha pasado ni un solo día y la población se viene abajo, se desmorona como un sueño que apenas comienza a surgir. Para las doce de la noche, las cosas parecían tranquilizarse un poco. Sólo se habían presentado cuatro casos de defunciones en hombres que rozaban los treinta y cinco y cuarenta y ocho años. Para mala suerte –de la que ya hemos dicho no existe-, Salvador al siguiente día, un once de abril, al cumplir sus doce años, murió a causa de la misma enfermedad que perseguía a Sitio: El hecho de ser varón.
Los niños ya tenían miedo de crecer, los hombres se dejaron caer en las camas de sus casas esperando la llegada inminente de la muerte, perdieron el gusto de vivir sin aprender la verdadera lección que ésta quería darles: Vivir como si fuese el único día que les quedara de vida.
Esta no es propiamente una historia de superación personal ni mucho menos intenta serlo. Pues desde muy pequeños se nos enseña a vivir sin las preocupaciones ajenas, aunque no siempre se pueda. Sitio era agraciado por eso, por tener la única certeza que sus habitantes varones iban a morir, si no fuese hoy, probablemente mañana o pasado. Pero todos, sin excepción y hasta no encontrar la solución al problema, iban a morir. Salvador tuvo un entierro como los grandes, como si hubiese sido un soldado que muere por su país al verse sitiado por fuerzas enemigas. Todo el pueblo –ya en su mayoría mujeres- iba alzando plegarias y buenas palabras para el fallecido del que apenas si se sabía un ápice. Fue enterrado al lado del Comandante Miramonte, en la rotonda de los hombres ilustres de Sitio y en su epitafio rezaba: “Por ser el afortunado de ver la cara de la muerte y morir en brazos de ella”.
No quedaban muchos hombres que hicieran el extenuante trabajo de sepultureros, por lo que mujeres con fisonomías corpulentas eran las encargadas de tan cansada labor. Muy pronto se tuvo que elegir un parlamento femenino, así como las enfermeras tomaban el trabajo del acaecido galeno, así mismo las secretarias de los políticos iban tomando la vacante que dejaba su jefe, pues ya contaban con la basta experiencia para desarrollarse en el ambiente de la política. Con lo único que no contaban, más que la frustración de una mujer, era la del Gobernante varón que aún no era tocado con la guadaña invisible de la muerte, y en la que su secretaria esperaba con ansía para poder subir al puesto tantas veces peleado en elecciones, ora fraudulentas ora no tanto.
Pasaron semanas, que se fueron convirtiendo en meses, y precisamente en el mes de Junio del mismo año de la muerte del pequeño Salvador, llegó a Sitio un hombre pregonando a los cuatro vientos que tenía la solución para burlar a la muerte. Esa misma tarde los pocos varones que quedaban en el pueblo se reunieron nuevamente sobre la plaza central que ocupa a su vez vecindario con el Palacio Nacional. Eran las seis de la tarde cuando el extranjero se presentó con el nombre de Cansino, con la misma perorata de la mañana, presumiendo ante todo el público reunido que conocía la solución perfecta para burlar a la mayor desgracia que había tocado la ciudad: La muerte de los hombres. Con aire de impaciencia en las miradas de los pocos hombres con la mayoría mujeres, exhortaban al visitante que tuviese la amabilidad de contar su brillante plan, pues los pocos varones que aún quedaban, no deseaban morir. La solución de Cansino era simple y absurda, que no tardo mucho en decepcionar a hombres chicos y grandes (por chicos, nos referimos a los que rondaban los 12 años en adelante), y ésta era: “Disfrazarse de mujer, para que la muerte pasara por alto la desgracia que había tocado nacer y crecer siendo hombre”. Hubo un porcentaje de la minoría varonil que pensó era buena idea, los otros, los que quedaban del porcentaje crédulo, se mantenían en desconfianza de que fuera una buena idea. Lo que sucedió después, despertó la furia de las mujeres, que consideraban como algo absurdo y ridículo que sus maridos, padres e hijos mayores de los doce años, tomaran prestadas las prendas femeninas de las madres, hermanas y esposas. Con todo el desconcierto que esto despertaba y bajo la risa oculta de Cansino, al otro día de la conferencia en la Plaza, se veía a hombres vistiendo galas de mujer, pantimedias, faldones, blusas de todos colores y cortes, busto fingido, piernas depiladas, tacones zumbando a los oídos por las calles.
La muerte, que la tarde anterior había estado presente en la conferencia de Cansino, no pudo más que sonreír y disfrutar del espectáculo que ahora, al día siguiente, se le presentaba. Así, cuando un semáforo hubo hecho la señal de “pare” sobre una avenida concurrida, un hombre ataviado con la ropa de su esposa, cayó muerto frente al volante de su carro, dejando un ensordecedor barullo de claxon. Los demás hombres que se presentaban a prestar auxilio al pobre hombre, caían de igual manera con todo y sus vestimentas femeninas, con todo y su labial y pelucas teñidas de diferentes tonalidades capilares. La idea de Cansino fue en vano y ese mismo día fue echado de la ciudad por haber causado tanto desorden y más muertes sin sentido. ¿Y es qué había algo de sentido en lo que pasaba a Sitio?
No faltaron los hombres religiosos que se presentaban a la tumba del ahora nuevo Santo a pedir consejo. Y quién era ese nuevo Santo milagroso que traía locos a los ciudadanos: Salvador, el niño que habló de frente a la muerte. Por montones de flores y veladoras llenaban la tumba del niño, por millares se contaban las mujeres que pedían que abogara por ellas ante la muerte para permitir que no se quedaran viudas, que no les arrebatara a sus niños, que a los mismos, no los dejaran sin abuelo. Fue un Sacerdote que oficiando una misa frente a la Tumba de Salvador y dando la espalda al Comandante Miramonte, cayó muerto sin decir ni pío.
Fue una verdadera lástima enterrar al último sacerdote de Sitio. Las mujeres, siempre cooperativas, organizaron un sepelio digno de un hombre casto que había dejado por descendencia nada más que a unos pájaros enjaulados en la Iglesia y en tierra de nadie, pues hace mucho que los pobres, habían olvidado como utilizar sus alas. Se lanzaron cohetes al cielo límpido, la música no dejó de sonar en todo el cementerio y muy pronto la tristeza quedaba sepultada con el ministro de Dios, así, tal cual, a tres metros bajo tierra. Por las calles se veía a hombres pálidos, sin esperanza, resignados a lo que habría de venir y lo que su escaso futuro les deparaba. Se lanzaban grupos de varones a las pocas cantinas que quedaban, bebían y observaban como la compañía física de brindar entre trago y trago con algún desconocido, iba muriendo en su presencia, con la cabeza suelta hacia la mesa, con el único testigo que es el mudo licor que les daba un poco de entereza.
Muy pronto se redujo el monto de las muertes a dos hombres por día. Las madres, siempre precavidas en las vidas de sus hijos, hacían todo lo posible por encontrar una salida, por sobreponerse a la desdicha que recaía sobre su ciudad, que por muchos años tantos beneficios les dio. Todo era en vano. Todo inútil, todo inverosímil. Hasta que cierta mañana, un pregonero más -siguiendo los pasos de Cansino-, extranjero de una ciudad olvidada tocó a las puertas del pueblo y organizó una junta ciudadana para exponerles el remedio práctico a la desgracia.
Siendo un hombre alto –alcanzando los dos metros y un poco más, de altura-, la gente quedaba sorprendida de lo inteligente que su porte delgado, de pelo desgarbado y negro, y un semblante relajado producía. Por muy inciertas que fueran sus percepciones, tenían por seguro, que la respuesta al mal que les acaecía sería más sensata que la idea absurda y fallida del charlatán embustero de Cansino. Pero nuevamente, estaban equivocados. Lo que el nuevo personaje proponía en una cada vez más vacía plaza central, era modificar el ‘tiempo’ y calendario. Es decir, hacer más largas las horas y más amplio el año. Con una jornada no de veinticuatro horas, sino de treinta y seis. Y añadiendo más días a todos los meses del año. Es así, como Enero no tendría treinta y un días, sino cuarenta y cinco, con días de treinta y seis horas de duración.
La idea tan descabellada no produjo más que muecas desangeladas y de desesperación. Se esperaba mucho más de ese galgo señorón que esa estúpida resolución de modificar algo que por siempre –o hasta donde el uso de conciencia les alcanzaba a llegar- había estado ahí, en la historia de toda la humanidad. No tuvieron más empeño en echarlo y volvieron a lo taciturna de sus vidas, que ya se encontraban sumergidas a la espera de ver morir a sus hombres y a toda la esperanza de procreación con ellos. Es así, como Sitio hizo de todo, intentándolo todo, incluso, hasta olvidarse de vivir. Los hombres que quedaban, faltaban a sus trabajos con la idea de que quizá esa mañana su jefe amaneciera muerto y con la probabilidad subsecuente de que serían ellos, quienes lo seguirían con la misma suerte.
Un hombre que compraba el periódico leía y releía el mensaje enviado a la ciudadanía por el mismo jefe de gobierno de Sitio. En la plana de apenas dos cuartillas resumía que de seguir como estaban las cosas, no tendrían más remedio que mudarse de ciudad con los pocos hombres que a Sitio le sobrevivían o encarar a la muerte –y no de forma literal- con toda la argucia que les fuera posible para tratar de encontrar una resolución de común acuerdo. Obviamente que en palabras más rebuscadas y siendo más políticamente correcto, como ya sabemos que todos los políticos lo hacen. Al leer el último párrafo en que agradecía la sincera lectura del comunicado, el hombre soltando el periódico de las manos, suspiró su último aliento. El tendero que le había vendido tal publicación, se agachó no en un gesto humanitario de dar auxilio al pobre hombre, sino para sacar del bolsillo, del ahora fallecido, el precio justo en que se valuaba su producto literario periodístico.
Fue así, como en Sitio se iniciaron una serie de atropellos. A tanto llego la desesperación y la sequía de las vidas varoniles, que no tenían el menor reparo en buscar su propia muerta, para no darle el gusto a la misma, de que fuera ella quien decapitara todas sus ilusiones con un golpe trasero y certero. Ya no era necesario respetar las señales de alto en los semáforos, causando con esto, carambolas interminables de autos, que se empeñaban en llegar a su destino, incluso cuando éste ya no fuera del todo seguro. Pero las cosas no mejoraban. La muerte se negaba a ser suyas a las víctimas que buscando justicia por propia mano, decidían ahorrarle el trabajo y misión a la misma. Caían en un constante coma, atiborrando así la Sala de Urgencia de los hospitales. Las enfermeras, ahora encargadas de todos los pacientes que sus doctores habían atendido en vida, no sabían que hacer ni a quién ocurrir. Ancianos de todas edades, desahuciados por su propia vejez ocupan los dormitorios contiguos a los jóvenes que llegaban en intentos de suicidio. La muerte era inmisericorde y los dejó ahí, a que sufrieran el precio que tenía el hacer un trabajo que no les correspondía, más que sólo a ella.
FIN CAPÍTULO I
Postrado ahí, sobre una trinchera, peleando por una guerra que ni siquiera sabía si era la suya o sí la causa que perseguía tenía sentido alguno, se sentía como un vegetal arrinconado a la espera de poder emerger a la superficie cubierto de tierra, pero con vida. Recordaba a su madre en las angustiosas horas en que oía disparos por encima de su cabeza y sobre de ésta, el casco que días antes, los militares le dieron como único resguardo de su vida. La escuchaba cantar aquéllas viejas canciones que saben a polvo cuando las vuelves a escuchar, polvo como el que se arremolinaba en los pulmones al aspirar del cigarro para olvidar el frío de la noche, polvo como el escondido entre lo agrietado de los dientes. Y soñó, soñó con regresar a esos años cansados, en que reposaba la cabeza sobre las piernas de su cariñosa madre, mientras ésta tejía y tejía ropa que nadie ocuparía.
Tenía dieciocho años y sentía que le habían colgado sobre el peso de sus hombros treinta años más. Apenas le brotaba una tímida barba, y el cabo Miramonte al observarse al pedazo de espejo que colgaba sobre la cabaña que le había sido asignada a su regimiento, ya no se reconocía.
Aprendió a fumar por los escuálidos jóvenes que tenían su edad, pero aparentaban lo doble, justo como él se veía. La primera vez contuvo el humo en la boca y lo saco en una masa espesa. Todos los soldados –cabos en su mayoría- rieron de su inexperiencia. Pero Alfredo Miramonte no les dio el placer de seguir con las burlas, aspiro una gran bocanada de aire, forzando sus pulmones a mantener el mayor oxigeno posible, y trago el humo del cigarro. Lo sintió pasar por la lengua, la garganta y la traquea hasta llegar a su destino final.
Dejo escapar un límpido tosido y fue lo único que se escucho, tras la salida de un humo perfectamente filtrado por la boca y fosas nasales de Alfredo Miramonte. Aquel día, sus compañeros supieron que con él a su lado, les iría bien en el campo de batalla, por la temeridad, por lo recio del carácter de ese joven de apenas dieciocho años. Corrían todas las mañanas, justo a las cinco con treinta minutos de la madrugada. Llegaban a las cabañas, recogían las camas, se aseaban y al comedor a disfrutar una pálida sopa de patatas. Era la única recompensa a tantos kilómetros recorridos, a tantos sudores, a tantos ardores que desprendía la tierra en esa montaña tan ardiente, como el mismo infierno.
Las lluvias no hicieron más fácil la labor de entrenamiento, pero las mismas inclemencias del tiempo, cumplían el objetivo de dotar a los hombres de gran resistencia y fortaleza ante cualquier situación extrema que pudiese presentarse. Fue un martes, al pasar la última cucharada de la sopa de patatas cuando mandaron llamar a Alfredo Miramonte, junto a otros treinta hombres, al campo de batalla, cuesta arriba, en la sierra alta por el norte de su ciudad natal de Sitio. Tropas enemigas avanzaban con gran rapidez y su trabajo era detenerlos a costa de lo que fuere. Debían encontrarse con el Sargento en Jefe Gonzalo Terrea y emboscar al intruso que deseaba apoderarse de sus tierras, de sus familias y de su libertad. Ahora más que nunca debían mostrar esa entereza con la que se les había entrenado, es ahora cuando era necesario sacar toda la fortaleza y el orgullo para morir por su país, por su ciudad, por su gente y su familia. En el transcurro del discurso final de su comandante, Alfredo Miramonte juró que regresaría con vida, así tuviera que burlar a la misma muerte. Años más tarde, comprendería que los juramentos son cosas de toda la vida, y no se olvidan con la muerte.
Sintió un extraño placer al sostener con sus dos manos el mosquete que le dio el Sargento en Jefe Terrea, con sus cuarenta municiones. En las penosas horas que pasó en cuclillas en la trinchera, Terrea le revelaría que aquel mosquete había pertenecido a su hijo de apenas doce años, que con su vida le dio el mayor de los orgullos: La muerte por el honor de servicio a su Patria. No había duda que aquel mosquete viejo y poco confiable, hacía sentir al cabo Alfredo Miramonte todo un hombre.
Recibió instrucciones de no apartarse por ningún motivo del pelotón del Sargento en Jefe. Augusto Ramírez, mano derecha de Terrea, daba ordenes para casi todo, para cada paso que se debía dar, para las labores de camuflaje en los parajes más deshabitados y melancólicos que a Sitio rodeaban. Fue así, como en el otoño de 1854 y al término de las nefastas lluvias, el que sería conocido en un futuro como el Comandante Miramonte, libró su primera batalla a muerte. Lo hicieron soldado de primera clase entre vítores por la hazaña de haber matado con sus escasas cuarenta balas, a cuarenta hombres y veinte más, a mano limpia. Como decían los del ejercito en tono paternal: “Como todo un hombre”.
La eficiencia en la guerra que se libraba contra el ejército invasor, por las tierras de Sitio, hizo que el Soldado de primera clase, Alfredo Miramonte, fuera asignado a batallas más importantes, a misiones donde más argucia debería de mostrar y sobre todo, mayor temple. Nervios de acero, cigarros pegados al casco y el mosquete sostenido por ambas manos, daban el aspecto de que Alfredo Miramonte estaba preparado para lo que fuera, incluso a perder la vida por lo bien que después de él el pueblo hablaría: “Fíjese compadre, que Alfredito dio la vida por la libertad que ahora gozamos” imaginaba que uno de los viejos, sentados afuera de la sucia barbería comentaría para con su mejor amigo, probablemente el escucha, respondería: “Me enteré que antes de morir estranguló a quince hombres y con la bayoneta acribillo a veinte más, es todo un héroe, mi general Alfredo Miramonte”. Sería enterrado en la rotonda de los hombres ilustres, compartiría campo santo con los mejores poetas, escritores, cronistas, políticos, cantantes y actores que hubiese dado en toda su historia Sitio.
Cada año, celebrarían con cohetes al cielo y con enorme fiesta, el día en que el Generalísimo Alfredo Miramonte trajo la dicha y la paz, al Estado de Sitio. No fue sino hasta verse acorralado tres años más tarde de emprendida su carrera militar, cuando el ahora Sargento en Jefe Alfredo Miramonte, se dio cuenta que la guerra era una causa perdida desde el comienzo. Que no había ganadores ni perdedores, sólo familias que lloraban a sus muertos en ambos bandos. Que todo el llanto es el mismo cuando se sufre por la misma pena, que la pena es compartida cuando por las noches se maldice y se lamenta lo patético de una guerra. Aquel momento de lucidez, enterrado vivo en una trinchera, Alfredo Miramonte, hizo un segundo juramento: Que jamás en la querida ciudad de Sitio, les embargaría jamás alguna otra pena.
Ambos juramentos fueron cumplidos cabalmente por la palabra empeñada en aquellas sierras, pero a un costo que sólo el sucesor del Sargento en Jefe Terrea, pagaría.
Augusto Ramírez no pudo pegar el ojo en toda la noche, y en el minuto que pensó hacerlo, se encontró con un Alfredo pensativo y ausente. Tardes mejores, de esas que solo vienen con los años, Augusto se encargaría de relatar la conversación que sostuvo con “mi comandante” Miramonte aquella madrugada:
“Eran las cuatro con veinticinco minutos, en el destartalado reloj de cuerda. Desperté pensando que cerré los ojos por escasos treinta segundos –después Miramonte lo corregiría al decirle que había estado durmiendo por más de una hora, con sonora ronquera, que impulso a que siguiera alerta-, y lo vi, tenía la mirada serena, una mirada que se confunde con el mutismo del alma. Se hallaba ausente de emboscadas, de disparos, su cuerpo estaba con la guerra, pero su espíritu estaba posado en otra parte, quizá en otra aldea, quizá estaba tocando otras puertas donde se sintiera libre. No lo sé, fue cuando le pregunté: “¿Qué nos ha pasado mi Sargento?”, y el Comandante Miramonte, me sonrió con unos calidos labios y me respondió: “Ha pasado, que los años se nos han venido encima luchando por una guerra que dejo de ser nuestra, y que a causa, nos ha dejado muertos en nuestras conciencias. Pasa, que yo no puedo vivir así, de esta manera, perdiendo mis sentimientos en cada bala, en cada joven muerto que asesino con mis manos frías, casi congeladas. ‘¿Qué nos ha pasado, Ramírez?’, y usted me lo pregunta. Nos ha comido la ambición por las armas, por el caos. Todo sería tan fácil si todos y cada uno de nosotros, volviera a sus cinco años de edad, y arregláramos las diferencias, con armas de juguete, con lloriqueos infantiles, con mutuos acuerdos de compartir. Pero si he de seguir así, mejor prefiero morir. Aunque no pueda hacerlo.” Entonces, Augusto Ramírez concluía así para la chiquillería: “¿Y por qué no puede hacerlo, mi Sargento?”. La respuesta del comandante Alfredo Miramonte, se hizo legendaria: “Porque lo he jurado.”
“Siempre nos quedará la infidelidad en épocas de soledad” le decía una María Lucía cuando con lágrimas en los ojos despedía a un Alfredo Miramonte al momento de partir con el ejercito. Su voz con aquellas palabras, fue algo que nunca pudo olvidar el comandante Miramonte, porque tenía toda la razón su novia de la adolescencia. Él, que valeroso luchaba por la libertad, se revolcaba con la muerte, seduciéndola, haciéndola suya en apartados montes, fornicando con su angustia y su desdicha. Años más tarde, cuando regreso a Sitio, se encontró con una María Lucía diferente, ahora casada y con un hijo al que llamó Edgar. Regresó con su esposo para ver como condecoraban a Alfredo Miramonte con la medalla al valor por su desempeño en la guerra. Él la vio, cargando a un niño en sus brazos y con un hombre a su lado. Se enteró por la tarde, que María Lucía se había escapado con Artemio a un pueblo llamado Tepoztlan y en el que viviría por el resto de sus días. En esa misma tarde, cortó en cuatro pedazos la estampa de la Virgen de la Soledad que María Lucía le entregó para que lo protegiera en esas trincheras, contra esas balas, para evadir el peligro de sus enemigos. La misma estampita que en el lecho de muerte, desahuciado Alfredo Miramonte, volvió a ver remendada con cinta adhesiva, con la cual rezó para que la muerte fuera su última compañía.
Jamás, en todos esos años que pasaron de resignación, el comandante Miramonte odió a María Lucía, por el contrario, los habitantes de Sitio rumoraban en la leyenda del Comandante que éste, nunca la olvidó. Precisamente, eso les quedó a los dos, una infidelidad compartida, un engaño simultáneo, un amor que jamás pudieron enterrar y un epitafio que acompañaba en el alma al comandante: La infidelidad en épocas de soledad.
Edgar, el pequeño hijo de María Lucía, se convertiría en uno de los más grandes admiradores del comandante. Queriendo igualar sus pasos en combates para forjarse una leyenda como Alfredo Miramonte, por desgracia, el destino no trae para todos el mismo infortunio de la fama acumulada a base de matanzas sin sentido. El primogénito de María Lucía, moría un once de abril en la misma trinchera que treinta años atrás había ocupado el comandante Miramonte con Augusto Ramírez y el Sargento en Jefe Terrea. El pueblo se vistió de luto, como muchas veces lo había hecho desde que comenzó la guerra por su independencia, como muchos años más tarde lo haría por ver a los hombres que caían como moscas en las calles, en las casas, en los verdes prados de los parques, en los hospitales, en manos de sus jóvenes esposas, en brazos de sus madres, en la cuenta imparable de una muerte que buscaba la venganza en los varones de Sitio.
El día en que María Lucía le pedía decir unas palabras para su hijo caído en combate, al comandante Miramonte, él no salió de su casa.
Se quedó contemplando la carta que un año antes de finalizar la primera guerra de libertad, le escribía a María Lucía. Ignoraba en ese entonces, que Edgar contaba con cinco meses de nacido, que todas las esperanzas del comandante habrían de caerse en un vacío del que jamás pudo salir, por el amor que le seguía teniendo, por el cariño que acumularía por el pequeño Edgar, de mirada dulce como la su madre, con el mismo tono de voz sencillo y sincero. Escribió una segunda carta que hizo llegar con Augusto Ramírez cuando bajaban el féretro del hijo fallecido y que María Lucía leyó en silencio, ahogando las palabras en sus entrañas y sintiendo como el corazón se vestía de doble luto. Por el amor que pensaba muerto y por su presencia en el entierro de su único hijo. “Todo fue en vano” se le oyó decir cuando daba su último suspiro a principios de Enero en su vieja casona de Tepoztlan. María Lucía fallecía a los ochenta y tres años, dos años antes de la muerte del Comandante. Sin embargo, la vida seguía su curso, Alfredo Miramonte se casó con Erendira, la dueña de la vieja cantina de Sitio, la misma cantina donde moriría el hombre después de hacer un brindis ante la mirada estupefacta de los amigos que lo acompañaban. Todo Sitio se hallaría maldito, por un juramento que desconocían las mujeres del futuro. Se casó para callar las habladurías, la infidelidad que decían tenía para su novia, cinco años más grande que el comandante. La vida seguía su curso, incluso cuando tuvo que ver morir a Erendira en el jardín de la casa que él mismo había construido y cuidado con tanto ahínco.
“Murió como todos hemos de morir, aunque yo no pueda hacerlo…”, eran años de inmortalidad para Alfredo Miramonte, una inmortalidad ganada a base de engaños y artilugios para una infidelidad que se le presentaría en una trinchera, una de tantas, y que en su memoria siempre existió, a pesar de que bebía exageradamente en la cantina de Erendira, que fue donde la conoció.
El padre abandonó la casa cuando se presentó la primera oportunidad. Hizo las maletas a las cinco y media de la madrugada; le esperaba un largo viaje fuera de esa ciudad enrarecida por un mal de quien nadie sabía nada. Le dio un último beso a toda su familia, a la esposa dormida profundamente en la cama matrimonial que han compartido a lo largo de diez años, a los pequeños hijos de mirada inocente que yacían inmóviles en sus cuartos. Carolina de tres años, la de rizos castaños, de ojos claros y mirada franca. De Jesús Antonio, de seis años y al que más le dolía dejar en el abandono. Nadie tenía la culpa, nadie debía sufrir por la perdida que aunque mortal, no dejaba de ser perdida. Era mejor dejarse saber desde la lejanía, que no tener noticias nunca desde un ‘más allá’ del que nadie regresa, del que nadie sabe y todo, sin embargo, se conoce. Esa lejanía, es la de la muerte. La que a todos espera, aunque ahora con más impaciencia en la ciudad de Sitio.
Alfonsina, despertó cuatro horas después de la partida del marido, sintió por vez primera lo que es sentirse abandonada en una soledad en la que nada tuvo que ver. A lo largo de todo el matrimonio, habían reñido, habían gritado, habían maldecido por engaños, por decisiones mal tomadas… Pero nada que haya causado una separación como la que ahora dejaba él. Con los pliegues de una sabana tan fría, tan invadida de recuerdos, del calor que antes existía. Alfonsina, en el recuerdo de esos diez años, jamás se había sentido con tanta soledad en su alma, en su corazón que seguía latiendo con el sólo hecho de pensar en él. Pero así se presentaba ahora su realidad, con la soltería justificada por una muerte que tarde o temprano le llegaría al amor de su vida, por una tonta ironía. Su decisión era justa, era comprensible. ¿Quién no escaparía de una muerte segura –que aunque toda muerte lo sea- si tuviera la oportunidad de hacerlo?
FIN CAPÍTULO II
KARLA NEREA VALENCIA
DICIEMBRE 2007
Documento protegido
con Derechos de Autor.
DICIEMBRE 2007
Documento protegido
con Derechos de Autor.
3 comentarios:
Bueno señorita escritora, ya leí los dos primeros capítulos de su novela, quizá mi comentario sea el peor o el mejor, no lo sé; sentí una extraña combinación en las letras entre Resident Evil, Pedro Páramo, y quizá algo de Paquita la Del Barrio (por aquello de la muertes de puro machín.
Me late el estilo, pero creo que sólo debió ser un capitulo, para que nos interesemos y consigamos la obra completa.
Sólo es mi muy humilde y sincera opinión.
Un besote, sigue así, quién quita y en el 2008 tu obra es publicada en grande. Las mejores vibras de mi parte.
Davicho, peleador sin ley:p
nel yo quiero toda la obra gratis hahahahahahaha, y bien asta el momento me va latiendo aunque si sea sexista hahahahahaha :D
Huy... bueno en principio me parece muy interesante tu trabajo, el capitulo uno me parece muy bueno, sobre todo por el manejo de la anacronia, y la falta de ubicacion espacial, El capitulo dos, bueno en realidad no entiendo algunos elementos de la narrativa, porque romper con el anacronismo al colocar fechas, 1854? porque darle una ubicacion, Tepoztlan? bueno, la otra es que pudo notar algunos saltos en el tiempo, de un lado a otro, hablas de la estampa de la virgen en cuatro pedazos, y a la siguiente oracion nos remites a su lecho de muerte para despues regresar a unos años "despues" la la primer mencion cronologica. Bueno y la otra que algunas influencias podrian ser evidentes, trayendo consigo algunas comparaciones a las cuales no hare mencion XDD!
Me parece un buen trabajo, mas el capitulo primero, aunque...
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